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Antonio nació muy cerca de la frontera entre México y Guatemala, en un lugar adonde se puede ver la majestuosidad de la cadena montañosa de los Cuchumatanes. Vivía en el campo, cuidaba ovejas y era sin duda el consentido de los abuelos. Creció en un lugar de paso de migrantes. Le tocó —sin que él tuviera conciencia aún— la salida de muchos guatemaltecos que huían de la dictadura. Un importante campamento de refugiados se instaló muy cerca de donde Antonio nació.
Siguieron pasando los años. La relación de Antonio con su padre fue muy mala. Tan mala que buscó dejar la casa paterna a temprana edad. Conoció a la mujer con quien deseó formar una familia y ya, juntos, buscaron un espacio para vivir en las afueras de Comitán. Ahí nació la primogénita y después el segundo hijo. Antonio aprendió el oficio de carpintero y tenía exiguos ingresos. Un grupo de amigos y él decidieron buscar la frontera norte e intentar llegar a California. Antonio prometió que apenas le estuviera yendo bien, regresaría por Lupita, su esposa, y que juntos seguirían el camino de la vida. En esa ocasión todo salió bien. Él consiguió trabajo en un lugar donde se fabrican tarimas de madera para supermercados. La vida comenzó a sonreírle y pronto regresó por Lupita. Los niños, sin embargo, tuvieron que quedarse bajo el cuidado de sus tíos. La hija más grande narra la historia de maltratos, angustia y desesperación. Trataba de ser una buena niña, de estar pendiente de su hermano y de echarle ganas a la escuela, pero frecuentemente le ganaban las ganas de llorar. Esperaba ansiosa que un día sus papás volvieran por ellos. Se comunicaban telefónicamente y, aunque ella decía que estaban bien, trataba de que su mamá sintiera que no era cierto. Logró su objetivo y un año después regresaron. Su mamá se quedó a cuidarlos y él volvió de nuevo sin documentos a los Estados Unidos. Hubo un nuevo regreso con una estancia suficiente para engendrar al tercer hijo. Una niña de nueve años que hasta antier no conocía a su padre, porque Antonio hizo de nuevo el recorrido larguísimo de Comitán a California y tuvo la estancia más larga de todas.
Los medios de comunicación ya son muy diferentes entre aquella primera vez de la ausencia y el actual envío de fotos y selfies que le han permitido seguir casi a diario el crecimiento de sus hijos. En su celular vio la graduación de la hija mayor como enfermera, por el celular le presentó a su novio, por el celular vio la entrega del diploma de secundaria del segundo de sus hijos. Antonio recorría con el índice en la pantalla las imágenes pero no era suficiente. Imprimió sus fotos favoritas y las colocó en el techo, arriba de su cama, para ver a su familia antes de poder conciliar el sueño. Del otro lado, Lupita y sus hijos también guardaban las fotos de Antonio. Casi nunca se le veía solo. Lo acompañaba “El Chavo”, un perro que adoptó y ha sido su interlocutor y testigo de nostalgias.
Antonio envió el dinero suficiente para comprar un terrenito y criar borregos. Es un sueño que mantiene desde la niñez. El domingo pasado salió de California en su cuarto regreso a Comitán. Pasó por el dolor de dejar “encargado” al perro. Cruzó por cuarta vez en su vida la frontera de Estados Unidos, de la manera que es fácil: de regreso. Por tierra comenzó el recorrido desde el último punto del noroeste al último punto del sureste, por donde México tiene su mayor anchura. En las terminales de autobuses se encontró a muchos migrantes de ida y vuelta. Unos tras un sueño, otros asimilando el regreso.
Este jueves, Antonio por fin conoció a la menor de sus hijas. En el terrenito se preparó la bienvenida con caldo de gallina de rancho. La familia está reunida y Antonio pulsa de nuevo el botón más recurrente de su vida: reiniciar.
Catedrática de la UNAM.
@leticia_ bonifaz