Agosto marca el punto de inflexión del discurso económico del gobierno. Muy positivo es que el Presidente no cuestionara los datos del Inegi con el consabido “tengo otros datos”. AMLO puede así marcar un antes y un después en la construcción desgastante de una realidad alternativa a la que, con ahínco, se ha dedicado para solazar a sus incondicionales. Muy positivo también es que tenga reuniones con los empresarios más importantes del país y se publiciten ampliamente. Ya quedó claro que la autonomía del poder político del económico es positiva, pero las malas decisiones políticas tienen costos y no se puede proyectar a un país si el gobierno confronta a los empresarios.

El balance económico del semestre indica que la economía está prácticamente igual que cuando inició su gobierno. Sus formulaciones pueden ser ingeniosas para pasar el mal trago, pero no irá muy lejos por esa vía. Más útil sería abrir un debate sobre la diferencia entre crecimiento económico y desarrollo, pero reconociendo que el dato de crecimiento es contundente: no estamos “requeté bien”, estamos estancados. Y reconocer que algunas de las decisiones tomadas desde la lógica de afirmar la autonomía de la política han contribuido al estancamiento, es el primer paso para cambiar la narrativa.

No espero, por supuesto, que el Presidente abandone el discurso autocomplaciente y pase a una autocrítica académica. Ha demostrado que le gustan los contrastes marcados y no los matices propios de los especialistas. Pero lo que sí espero, es una mayor coherencia entre sus mensajes matutinos y su actividad presidencial. Ha tenido, como ningún otro gobernante, reuniones con empresarios de todos los niveles, sectores y regiones y de esos acercamientos se desprende un ánimo de colaboración. Esa prometedora disposición se rompe muchas mañanas cuando el propio mandatario entra en discusiones tan superfluas como el trapiche, con el único propósito de autogratificarse. Sus andanadas contra el FMI y la OCDE hablan más de resentimiento que de prospectiva. Sus prejuicios gremiales contra los economistas, característicos de su generación, suenan muy ajenos a la problemática de hoy. Es obvio que el Presidente se divierte y aunque dice que no le gusta la venganza, ha disfrutado mucho al imponer su punto de vista. Y claro que su conferencia genera inquietud porque finalmente no es un diálogo entre pares, él es el Presidente. Pero por más que se enoje con calificadoras y analistas, la realidad es la que tiene la última palabra y con ella se ha topado.

Un presidente más contenido se haría un favor a sí mismo, pues el tejedor de acuerdos con empresarios no sería traicionado por el incontenible polemista que parece obstinado en querer ganar, a toda costa, una discusión, como aquel que pierde una amistad con tal de querer tener razón.

Podría hacer lo mismo que hace en política exterior: dejar que los asuntos los exponga Marcelo Ebrard. Bien podría dejar que Herrera, Márquez o Romo sean los que hablen del tema cuando haga falta. La economía requiere señales, no parloteo constante y repetitivo de querellas conceptuales sobre las bondades o maldades del neoliberalismo. Las señales de desideologizar el tema energético y ser mucho menos estatistas, como lo ha sugerido en varios discursos, es particularmente importante, porque si en algún tema ha dado bandazos es en ese. Pedir a la secretaria Nahle que opere, pero no defina la política energética podría ser también un paso positivo.

El dilema es claro. La economía puede tener un comportamiento inercial, que a estas alturas se perfila como un escenario nada despreciable (AMLO defiende ahora el vilipendiado 2%). Podría ser un éxito como lo prometió en campaña si opta por la contención y el pragmatismo, pero también podría ser un fracaso si perdemos la calificación e insiste en crear universos paralelos que sirven para muchas cosas, pero no para conducir una de las economías más importantes del planeta y crear bienestar para la gente. Con epitafios del neoliberalismo no se come y los discursos, por agresivos que sean contra las calificadoras, tampoco llevan tortillas a la mesa.

Analista político. @leonardocurzio

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