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Está claro que la transformación prometida por Andrés Manuel López Obrador comienza con la demolición del andamiaje institucional que precedió a este gobierno. Para López Obrador no hay un solo logro rescatable en las últimas décadas mexicanas ni una sola institución que valga la pena dejar mayormente intocada, en reconocimiento a su trabajo. Todo lo que no haya sido creado a imagen y semejanza del lopezobradorismo implica un retroceso o una amenaza y merece la guillotina. Esto es un exceso.
México podrá tener muchos defectos y aún más deudas con la mayoría de su población, pero es también un país pujante cuya construcción corresponde a la labor de mexicanos y mexicanas que, contra lo que pregona el presidente, han trabajado de manera seria, profesional y honesta para garantizar al menos ciertos cimientos institucionales confiables para el país. Esto no es una defensa del ancien régime, bobera con la que pretenden invalidar la crítica algunos de los sicofantes del gobierno, sino una realidad demostrable en los hechos. No todo lo hecho en México antes de López Obrador estuvo mal hecho.
El ejemplo más claro son los órganos autónomos, reciente obsesión de nuestros expertos en demolición. El asalto a las comisiones independientes, los órganos reguladores y las instancias autónomas de evaluación es un escándalo. Desde su púlpito, López Obrador no ha dejado títere con cabeza. Desde la CNDH, la CRE o el Coneval, el Presidente descalifica con facilidad pasmosa. Por supuesto, detrás del acoso hay un objetivo: la estrangulación de lo incómodo hasta conseguir su desaparición. Pero no hay mal que por bien no venga. ¡Qué ironía! El asalto lopezobadorista contra los órganos autónomos le ha permitido a la sociedad mexicana darse cuenta de lo que vale realmente el andamiaje institucional que López Obrador pretende derruir. Y no solo las instituciones sino los mexicanos y mexicanas que han tenido la responsabilidad de dirigirlas.
Veamos, por ejemplo, el caso del Coneval, el consejo encargado de estudiar la pobreza en México y juzgar, con independencia y objetividad, la eficiencia de los programas asignados a disminuirla. ¿Cuántos mexicanos realmente sabían de la existencia del Coneval, su labor o el nombre y profesionalismo de Gonzalo Hernández Licona, su director por más de una década? Seguramente pocos. Después del ataque gubernamental contra el consejo y su director, los medios de comunicación se han encargado de explicar por qué es inadmisible atentar contra la labor del Coneval una institución respetada internacionalmente.
Hace unos días entrevisté a Hernández Licona. Encontré a un profesional de excepción que me explicó a detalle las razones por las que el Coneval, como otros órganos autónomos mexicanos, se ha vuelto un referente en el estudio independiente y confiable de los problemas del país. Me habló del rigor técnico, la voluntad de confrontar a los poderosos de la ideología o partido que sean y, sobre todo, de la importancia capital de la autonomía. De acuerdo con Hernández Licona, el principal objetivo del Coneval nunca ha sido complacer a político alguno sino estar a la altura de los ciudadanos. Hernández Licona habla con orgullo de los distintos momentos en los que el organismo tuvo que confrontar a los gobiernos en turno con la contundencia de los hechos. Me dijo que sabía que el Coneval enfrentaría un desafío inédito con la llegada del nuevo gobierno y que se negó al recorte de 20% del presupuesto, además de la orden de despedir a los titulares de las direcciones adjuntas, porque hacerlo hubiera implicado poner en riesgo la capacidad operativa del que es, en los hechos, el más pequeño de los órganos autónomos en México. Entre acatar la arbitraria orden gubernamental y salvar su empleo o poner en riesgo el puesto para tratar de garantizar la operación del consejo que encabezaba, Hernández Licona prefirió lo segundo. La valentía le costó el trabajo que había ejercido desde hace 13 años, estudiando la pobreza en el país y evaluando la política pública de cuatro presidentes distintos. Coneval —y Hernández Licona, como su director— ha sido una piedra en el zapato para cada uno de ellos, denunciando políticas públicas fallidas cuando el caso así lo merecía. Solo el cuarto lo despidió.
Hay muchos hombres y mujeres como Hernández Licona y órganos como el Coneval en la estructura institucional mexicana. Vale la pena conocerlos y defenderlos. Aunque el presidente pretenda lo contrario, no hay escenario en el que un gobierno se beneficie de la ausencia de entidades independientes que lo evalúen a cabalidad. La erosión de los órganos autónomos mexicanos es un asalto contra los mejores esfuerzos de construcción del país. Si López Obrador insiste en reducirlos hasta la irrelevancia o la desaparición, sabremos qué tan cierto es aquello: nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde.