José Antonio Sánchez Cetina

La adaptación en tiempos turbulentos

30/10/2017 |02:11
Redacción El Universal
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En un mundo tan malnutrido de posverdad, ¿cómo aplica uno esos vocablos que están muy de moda pero quieren decir tan poco en la práctica? Pareciera ser requisito indispensable en los perfiles de redes sociales laborales emplear cuanto anglicismo y artificio conceptual se tenga en mano.

Una de esas palabras harto populares es la resiliencia. Y pareciera tan noble como la penicilina, aunque no se tenga muy claro cómo es que una raíz latina -que más bien busca referirse a dar un salto hacia atrás o replegarse- pueda ser un atributo envidiable en estos tiempos. Alude, según expertos en negocios y autoestima, a la capacidad de adaptación de una persona, empresa o país -tome usted la medida de su grandilocuencia- a nuevos entornos desafiantes y evocadores. Cual si nuestras vidas pudieran reducirse al aguante de un pez cuando el acuario sube en dos grados y medio su temperatura, el atributo de moda es la adaptabilidad en las junglas de asfalto y conexiones wifi.

Pero es ciertamente difícil encontrarle la resiliencia a un individuo, en los términos en que dictan los cánones mercadológicos, fuera del currículum. Basta hacer un ejercicio de búsqueda virtual -lo invito, es gratis- para descubrir una serie de lugares comunes que no nos ayudan a construir un indicador sobre lo que es en verdad resiliente y más o menos de qué color debería ser.

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Aunque parezca inverosímil, tras todo lo que ya he explicado, encuentro felizmente en la práctica y el desenrolle de nuestra querida ciudad eventos o sucesos que parecen sencillos y que desparraman por mucho el acartonado neologismo. El domingo pasado, recién caía la tarde, el Paseo de la Reforma adornado de cempasúchil al centro le hacía gala a su nombre dando cabida a un batallón de calaveras que vinieron de quién sabe dónde. Escoltados por una exposición de alebrijes y catrinas multicolores, los nuestros se plantaron en las anchas banquetas de la avenida sin mayor propósito que lucir sus caras pintadas de una ósea blancura. No había más recompensa en el pacto social de disfrazarse que ésa, caminar mirando con esos ojos profundos como oquedales, compartiendo el domingo y la tradición tan compleja de tragarse el miedo a la muerte a base de risas y de personificarla. Inundada de olor a tortas de tamal, la calle repliega sus miedos más recientes vistiéndose de encajes luctuosos harto pintorescos.

No es que en México se burle uno de la muerte. Tampoco llega a tanto la irreverencia, juzgo yo. Este noviembre vamos a poner más cubiertos en nuestra ofrenda. Y habrá fotos nuevas y platos favoritos nuevos en la mesa, con todo lo tremendísimo que implica sentarnos a comer con los que nos van a doler siempre, como si el surrealismo de nuestra ciudad abriera un portal pequeñito para pasarnos la sal y dejar como tapa la primera tortilla de la torre. Con todo, las flores y las calaveras andan en tus calles, Ciudad de México. Guardan alguna semejanza con las estampas de Posada pero son unas muertes muy distintas ya. Se toman selfies y organizan rodadas nocturnas espectrales por las redes sociales. Sabe tanto a azúcar el miedo que parece que fue hace tanto tu alboroto, ciudad. Ese festejo de la vida advirtiendo todas las manifestaciones de su contrario es donde hallo resiliencia y, con el perdón, difícilmente cabrá en ningún currículum.

 

Investigador del CIDE
@elpepesanchez