Los demógrafos piensan que la población mundial rozará los 10 mil millones en 2050, antes de empezar a bajar. En los últimos cuarenta años esa población se duplicó, para llegar hoy a los 7 mil 500 millones. En un manifiesto publicado en noviembre del año pasado, unos 15 mil científicos nos llamaron a frenar la destrucción del medio ambiente de la Tierra y de los bosques, del agua y de los mares y, con insistencia, a limitar la natalidad. Globalmente tienen razón, pero hablan globalmente, de modo que desaparecen las diferencias entre un mundo desarrollado en el cual las defunciones rebasan los nacimientos y universos pobres en los cuales la única riqueza son los niños: Níger tiene 7.5 niños por mujer y España 1.6; Afganistán 5.3 y su vecino iraní, 1.7. Nuestro México, que reúne muchos Méxicos, acumula variaciones demográficas regionales y sociales que van de 0 niño por mujer al 7.5 de Níger, récord mundial.

Recuerdo cuando en los años 1960, el presidente de El Colegio de México, el admirable Víctor Urquidi, preconizaba con el Club de Roma el control de la natalidad como una urgente necesidad. En aquel entonces se acuñó la expresión “explosión demográfica” o “bomba demográfica”. No se puede negar el fenómeno. Hace 12 mil años, antes de la “invención” de la agricultura, de la “primera revolución verde”, escasos cinco millones de humanos se paseaban por el planeta, y ahora… Lo que nos obliga a enfrentar dos problemas: el control de la natalidad entre los dos trópicos africanos que van a engendrar el 75% de la “explosión demográfica”, y en los países en guerra del Medio Oriente y Oriente; la producción de alimentos para una población mundial en crecimiento. Es más fácil responder al segundo reto que al primero, que pasa por la liberación y educación de la mujer. ¿No me creen? En nuestro México es la mujer quien emprendió, muchas veces sin que lo supiera el hombre, a partir de 1960, un control de la natalidad que hizo bajar la tasa de fecundidad de 6.5 a 2.3 niños por mujer. Doce años antes del primer programa oficial, negociado entre el presidente Luis Echeverría y la Iglesia católica: “la familia pequeña vive mejor”.

Producir alimentos no es un problema, según los expertos; el problema es la distribución. Un solo dato lo dice todo: cada año se desperdicia cerca de la mitad de lo que se produce. Nuestro profesor de Geografía en la Sorbona nos enseñaba que con los deshechos de una ciudad estadounidense se podía alimentar una ciudad europea, y con los de una ciudad europea, se daría de comer a una ciudad latinoamericana. Según la FAO, el año pasado se perdieron o desperdiciaron más de mil 300 millones de toneladas de alimentos, por un valor de mil millones de dólares, mientras padecían hambre más de mil millones de personas. En las economías “avanzadas”, las pérdidas ocurren esencialmente en el circuito comercial y en los hogares, que son responsables de 42% del desperdicio: compran demasiado y tiran los sobrantes; en las economías menos “avanzadas”, las pérdidas se dan en la misma proporción, pero más bien después de la cosecha y a la hora del procesamiento. El consumidor pobre es más cuidadoso.

Dicho esto ¿cómo alimentar los mil millones que pasan hambre hoy y los 2 mil 500 millones que se van a sumar a la población actual? Produciendo. Elemental, mi querido Watson, pero ¿cómo? Habrá que producir mucho más, con menos fertilizantes, pesticidas, yerbicidas, con menos agua, sin deforestar para extender el espacio de cultivo que ya es peligrosamente amplio: no solamente hay que parar la destrucción de los bosques americanos, africanos, asiáticos y siberianos, hay que reforestar, porque sin bosque no hay lluvia. A la hora del cambio climático, es una prioridad.

Además, hay que cambiar de dieta. No estoy predicando vegetarianismo o veganismo, pero el consumo de carne entre los que pueden comprarla es exagerado. El consumo mundial se ha disparado en los últimos treinta años de una manera increíble; en China, con la emergencia de una clase media de 200 millones de habitantes, se ha multiplicado por veinte. Mil 500 millones de vacas nos acompañan… ¡A buen entendedor, pocas palabras!


Investigador del CIDE. jean.meyer@ cide.edu

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