Sería inútil e incluso pueril intentar negarlo: todos nos uniformamos, aunque juremos en nombre de Gabrielle Chanel, Elsa Schiaparelli, Christian Dior  y Cristóbal Balenciaga que no es así; sin embargo, la verdad sea dicha, lo hacemos casi a diario, unos con mayores pretensiones creativas que otros, pero al final todos nos sujetamos de ciertas fórmulas estilísticas y determinadas prendas que nos permiten salir a flote de la ríspida cotidianidad y salir más o menos ilesos de los combates del amor, el sexo, la pasión o el trabajo. 

 

Y estos atavíos –que poco a poco se convierten en parte de nuestra personalidad y nos sirven de escudo, lanza y armadura– no tienen por qué resultar ni aburridos, ni predecibles. De hecho, mientras más afinamos nuestras estratagemas vestimentarias, la estética que gobierna nuestro atuendo será cada vez más rica, variada y, por increíble que parezca, también más fiel a nosotros mismos. Eso, querido lector, se conoce como estilo, y opuestamente a lo que muchos afirman, no es una ecuación cerrada, por el contrario, es un tema en constante metamorfosis, un tópico que tal vez no deberíamos tomarnos tan en serio. Como dicen en Monterrey: “Ni es para tanto, ni es para siempre”. Suena rudo pero así es: el estilo es buen amigo de las mutaciones y no es ajeno a la obsolescencia.    

 

Por eso, cuando atestiguo la curva evolutiva de uno de los uniformes más portentosos de toda la historia de la moda, el de la mujer fatal, me emociona advertir los pequeños pero significativos cambios que ha adquirido su look en los últimos años. Con guiños punk, acentos  minimalistas, pinceladas góticas, influjo retro, curvas sinuosas recubiertas de cuero negro, vestidos de encaje y arsénico, botas tipo dominatrix, opulencia a la italiana, chic francés, descargas eléctricas confeccionadas en Nueva York o sensualidad latina, la apariencia de esta soberana debe ser capaz –en cualquier momento y circunstancia– de colapsar el tránsito, provocar infartos, cortar el aliento, orillar a que las mojigatas se persignen, los puritanos caigan de brucen en el infierno de la lujuria y los libertinos pierdan la poca cordura que aún les queda después de ver el espectáculo de su peligrosa silueta que deja a la imaginación justo lo necesario para que lo exhibido en público nunca vaya en detrimento de lo reservado para la intimidad. 

 

Pero el indumento que pese a los ajustes de cada época resulta insustituible es el vestido negro –ya sea en su versión de cocktail, gala o rupturista–, acompañado por un vertiginoso par de stilettos, un clutch discreto, algunas perlas o diamantes y, por supuesto, una considerable dosis de perfume para que a su paso la vamp en cuestión deje en claro que, después de ella, sólo resta esperar el Apocalipsis. Así ha sido (y será) siempre. Las mujeres fatales han existido, de una u otra forma, en la mitología y el folclor de varias culturas. Entre los primeros ejemplos podrían contemplarse a la diosa sumeria Ishtar y a la bíblica Dalila. La mujer fatal se hizo omnipresente en la cultura occidental a finales del siglo XIX y principios del XX, y aparece en las obras de Oscar Wilde, Edvard Munch y Gustav Klimt, entre otros grandes artistas. 

 

Algunos consideran esta popularización como una reacción a los movimientos feministas y al cambio de roles de la mujer en la sociedad industrializada. Con la introducción del cine negro en los años 40, la femme fatale empezó a florecer en la cultura pop, apareciendo en thrillers de espionaje e historietas con un evidente contenido erótico. En las más agitadas orillas del imaginario colectivo, con frecuencia se le retrata como una vampiresa cuyos oscuros apetitos son capaces de arrebatar la virilidad, la dignidad e independencia (por no hablar del dinero) de sus amantes, convirtiéndolos en una máscara vacía de sí mismos. Sólo rescatándolo de sus malévolos brazos se puede salvar al héroe caído en desgracia. Pero lo divertido e interesante de esta historia es que, en realidad, él no quiere ser salvado. Y ella, obviamente, nunca esperaría ser redimida. Su alma, bien lo sabe, está perdida, mientras que su cuerpo sólo le pertenece a ella y, quizá, a su modisto. 

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