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En su recámara de la hacienda de Santa Gertrudis, La Caponera pone un disco en una vieja vitrola y comienza a canturrear: “Qué te falta, mujer, qué te falta…”, mientras se contempla en un espejo y bailotea por la habitación. Se sirve un trago. Es obvio que no es el primero. Cuando termina de beberlo arroja la copa de cristal que se estrella contra la puerta. De ella emerge Lorenzo Benavides, el tahúr que la sacó de los palenques para volverla su compañera, la “piedra imán” que le da suerte en el juego de cartas. La mujer lo increpa: “Me estoy muriendo aquí, lejos del sol y la luz del día, sorbiendo humo y peste de hombres. ¡Yo quiero el mundo por casa!”, pero accede a ir al salón para acompañarlo en una nueva e interminable partida que se prologará por tediosos días y días de hastío.
Pocas escenas causan una impresión tan honda como esta de El gallo de oro (Roberto Gavaldón, 1964), donde una mujer demuestra no solo su hartazgo, sino también una insumisión tal que pronto la hará rebelarse de su estabilidad doméstica para lanzarse nuevamente a la vida trashumante. Ahí podrá seguir cantando rancheras en las ferias de los pueblos, que es lo único que puede domeñar sus ansias de libertad. Ahí se reencontrará también con Dionisio Pinzón, el gallero al que ya no podrá traerle suerte, tal vez porque en la conquista de su propia voluntad está implícita la fatalidad de los hombres que desean apoderarse del amuleto de la fortuna.
Ese sino ensombrecido de La Caponera (la contundente Lucha Villa) se parece mucho a la propia fortuna cinematográfica de Juan Rulfo, el ínclito autor del argumento –hoy, por cierto “legitimado” como novela por las investigaciones recientes, como si su valor como punto de partida para una película volviera vulgar su escritura– de una cinta de esas que, en los años sesenta, eran denominadas como “cine de aliento”, porque estaban respaldadas por un prestigio literario, al que se sumaban también prestigios fílmicos (v. gr. Gavaldón dirigiendo, Gabriel Figueroa en la fotografía y López Tarso como protagonista de esta película) y sobre todo muchos medios económicos para que rebasaran la medianía del cine industrial de la época.
Con solo dos libros “oficialmente” publicados: el conjunto de cuentos El llano en llamas (1953) y la novela Pedro Páramo (1955), Rulfo es considerado el autor mayor del panteón literario nacional, honor al cual el audiovisual no podía permanecer ajeno. Es así que existen casi una cuarentena de obras, entre cortos, largos, series y telenovelas, que han partido de dichos textos o que han contado, incluso, con la participación directa del escritor, para evocar un mundo quintaesencialmente mexicano, tan áspero como poético, plagado de tragedia y muerte, que definió el canon de lo rural y que, en muchos casos, perpetuó uno de los lugares comunes más frecuentes de la crítica mexicana: los libros de Juan Rulfo son infilmables.
El primer acercamiento fue Talpa, realizada el mismo año de la publicación de Pedro Páramo, bajo la dirección del alemán Alfredo B. Crevenna. Filmada en glorioso Cinemascope y despreciada por la crítica “garciarierista” –aunque con once nominaciones al premio Ariel–, la cinta establece una distancia considerable con la tensa atmósfera propuesta en la decena de páginas de las que se compone un cuento de compleja estructura temporal, que acabó convertido en un colorido melodrama de infidelidad y folklorico fanatismo. Para darle la puntilla, el propio Edmundo Báez encargado de la adaptación afirmó: “El resultado fue bastante desastroso, esa película no me convenció, era una lucha continua contra la misma producción. Lo que escribió Rulfo tenía como base la peregrinación con las pencas de maguey, los coronados de espinas. No lo permitieron porque denigraba a México en el extranjero. ¿Cómo se podía hacer buen cine si tenía uno encima la censura cinematográfica?”[1]
El contraste se encuentra, treinta años después, en Los confines (1985), escrita y dirigida por Mitl Valdez. La cinta recrea el mismo cuento y suma también Diles que no me maten y un fragmento de Pedro Páramo, donde los caminos de los personajes parecen cruzarse en un solo paraje desesperanzador y contradictorio. La aparente austeridad de la película, impuesta por cuestiones presupuestales –se trata de una producción de la UNAM–, permite avizorar, sin embargo, la mirada de un director con un enorme sentido cinematográfico, donde se advierte un riguroso trabajo sobre la construcción del plano y del espacio, no solamente en cuanto a lo que ocurre dentro del cuadro, sino –sobre todo– lo que está fuera de él en cuanto a la imagen y el sonido.
“Es muy difícil aproximarse a Rulfo. Mi idea no era hacer una adaptación servil, sino volcar mis preocupaciones cinematográficas”,[2] afirmó el realizador que, a partir de mecanismos alusivos, construye una absoluta cercanía con el paisaje rulfiano (asumiéndolo como adjetivo). Los confines ofrece esa sequedad que está contenida en los relatos literarios a través de un trabajo fotográfico de gran virtuosismo –a cargo de Marco Antonio Ruiz– que se recrea en esos rincones agrestes de viviendas descascaradas y herrumbrosas del estado de Hidalgo, habitadas por un cuadro actoral excepcional.
Bastaría contemplar esa luna reflejada en la humilde pilastra donde lava María Rojo, mientras contempla a Manuel Ojeda; o la sombra de Jorge Fegan, como el amenazante coronel que ha de condenar al Juvencio Nava, interpretado por Ernesto Gómez Cruz, para adentrarnos en el retrato múltiple proporcionado por dos autores –Rulfo y Valdez–, muy lejanos del pintoresquismo y muy cercanos a una experimentación formal que encontró aquí una absoluta correspondencia, que Mitl ya había explorado en otro mediometraje rulfiano, Tras el horizonte (1984), a partir del cuento El hombre, donde el absurdo de la venganza se prolonga gracias a una voz en off neutral que vuelve más angustiosa la persecución de los dos personajes centrales.
Esta voluntad de proposición en Valdez, al margen del modo de representación institucional, se encuentran más cerca de El despojo (1960), cortometraje dirigido por el fotógrafo Antonio Reynoso con la colaboración directa de Rulfo. Considerado por Jorge Ayala Blanco como “el primer experimento de ficción aleatoria que realizó el cine mexicano independiente”,[3] el corto fue realizado de forma marginal y sin un guion preconcebido, convirtiéndose en una indagación sobre el caciquismo y la fugacidad a través de focalizaciones mentales que van aproximándose vertiginosamente a un delirio mortal.
Esa misma pulsión de la fatalidad está presente en Paloma herida (1962), el único crédito que el escritor tiene como adaptador, a partir de un argumento de Emilio Fernández, que expone el justificado asesinato de una inocente joven indígena guatemalteca –la rubia Patricia Conde– en contra de su violador, que es nuevamente un cacique (el propio Fernández). La película es considerada una obra menor y la más alejada a la estética y temáticas de Rulfo. Se ha dicho incluso, como para desprestigiarla más, que la colaboración de los autores “parece haber estado basada en frecuentes acercamientos al tequila”.[4] Las concepciones artísticas del director y su guionista parecieran antagónicas y así lo han señalado sus exégetas, sin embargo, ambos inventaron una imagen sin fisuras de lo mexicano y sus emblemas, aderezada con una noción de violencia y pasiones exacerbadas que sin duda los emparenta en más de un sentido.
Acaso el Indio Fernández, con la honestidad de su peso trágico, resulta el director ideal para acercarse a Rulfo. En Paloma herida lo consigue a través de la fiereza de sus personajes y del sincretismo entre las tradiciones originarias y la intrusión de lo civilizatorio visto con una mirada crítica, por momentos esquemática, pero sobre todo lo hace a través de la realización. La película posee una fotogenia admirable –¡faltaba más!– y secuencias realmente deslumbrantes en su construcción formal, que van más allá de una lectura superficial sobre lo que debe ser, o no, el complejo universo de dos autores de ese tamaño.
Adela Fernández retrata en la biografía de su padre una discusión entre guionistas donde acusaban al cineasta de caduco y le exigían que se renovara. “Juan Rulfo los escuchaba taciturno, con ese dolor seco que lo caracterizó. Con grandes pausas y en tono muy bajo les fue diciendo: (…) ‘Emilio ha dado una obra que es, es y está reconocida en todo el mundo. Él no tiene por qué cambiar ni dar otras estéticas distintas. Ha hecho una obra y está en el derecho de seguir su línea. De pronto me viene el mismo saco, y les pregunto: ¿tengo obligación de crear una novela completamente distinta a Pedro Páramo solo para sorprenderlos de nuevo y satisfacer su ansiedad de novedades?’”[5]
Es precisamente Pedro Páramo el centro de su obra literaria y la que ha arrojado, hasta hoy, tres cintas cuya aparición ha generado la mayor atención y las más enconadas discusiones a partir de su estreno. Las versiones cinematográficas de la novela –dirigidas respectivamente por Carlos Velo (1966), José Bolaños (1976) y Rodrigo Prieto (2023)– coinciden en la importancia que se ha dado en ellas al tratamiento de la imagen, apostando por lo memorable a partir de lo fotográfico, que curiosamente ha resultado excesivamente atildado e higiénico, tratandose de una novela donde, de acuerdo con su autor, “todos los personajes están muertos; la narración la empieza un muerto que se la cuenta a otro muerto: un diálogo entre muertos en un pueblo muerto”.[6]
Resulta difícil escapar al peso de un imaginario construido por millones de lectores, donde los nombres de Susana San Juan, Juan Preciado o Damiana Cisneros parecen pesadas lápidas cuando se aspira a un abordaje literal del texto impidiendo el vuelo lírico de lo cinematográfico, haciendo que los personajes parezcan sentenciosos y, en alguna de las películas, hasta grandilocuentes y afectados, cuando la apuesta por la neutralidad podría referirnos mucho más a ese territorio habitado por ánimas y espectros.
Es en lo alegórico y en formatos apartentemente menores donde la traducción de lo literario a imágenes en movimiento se mueve con mayor fortuna. Es el caso de la gozosa El rincón de las vírgenes (1972), apropiación de Alberto Isaac sobre los cuentos Anacleto Morones y El día del derrumbe; o el de ese cortometraje capital para la eclosión del documental mexicano, El abuelo Cheno y otras historias (1994); y su homólogo de mayor metraje Del olvido al no me acuerdo (1996–1997), dirigidos por Juan Carlos Rulfo, hijo del escritor, que sin partir de textos literarios, evocan la memoria del personaje desde un punto de vista íntimo y abarcan una serie de posibilidades atmosféricas y tonales muy cercanas a lo leído, al estar basadas en el testimonio directo de viejos jaliscienses contemporáneos al escritor. Mención aparte merce el texto poético de Rulfo realizado ex profeso para La fórmula secreta (1964), obra maestra inclasificable de la cinematografía vernácula.
Hace algún tiempo, la guionista Paz Alicia Garciadiego me contó su encuentro con Rulfo en las oficinas del Instituto Nacional Indigenista, donde él trabajaba en plan de sobrevivencia. Eran los tiempos en que ella y Arturo Ripstein estaban por filmar El imperio de la fortuna (1985), una reelaboración de El gallo de oro, donde iban a contar la historia completa escrita en el argumento original, que había sido soslayada en la película de Gavaldón. La pareja tenía algunos postulados: harían una cinta sin mariachis, sin evocar el México de Gabriel Figueroa –cielos nubosos, magueyes, cúpulas…– y sin realismo mágico. De acuerdo a sus palabras, lo primero que el escritor le pregunto fue:
- ¿Quién va a ser La Caponera?
Yo ya sabía que Ripstein quería una actriz y no una cantante, pero pensé que no era el momento de decirlo. Rulfo siguió:
- Lucha Villa ya está muy vieja… Tengo una idea, puede ser esta cantante… la chulita, la de flequito...
¡Los dos pusimos una cara! Empecé a soltar cualquier nombre de los que escuchaba en las estaciones de radio. Algunas de la época…
- ¡Manoella Torres!
- No, no, dije chulita… ¡Estelita! –Entró Estelita, una secretaria– ¿Cómo se llama la cantante, la del pelito así obscuro?
Estelita dijo cualquier nombre de aquella época:
- Lucerito.
- No, no, esa está muy chamaca, la otra… ¡Ricardo! –Entra Ricardo y le repite la pregunta– …la de la OTI, del flequito, la chulita…
Veinte minutos después, teníamos a los veinte que trabajaban en el piso gritando nombres. Ripstein y yo no éramos los más adecuados para eso porque sabíamos muy poco de cantantes. Me quedaré siempre con la duda, porque nunca supimos a quien se refería.
La Caponera fue interpretada –espléndidamente– por Blanca Guerra, pero resulta curioso que Rulfo en vez de preguntar por la adaptación se obsesionara por encontrar a una nueva cancionera para aquel argumento escrito en “16 páginas muy apretadas, en un papel de seda que estaba a punto de convertirse en polvo”,[7] como lo relató García Márquez, uno de los adaptadores de la primera versión. Tal vez pensaba que ese espíritu libre que escribió para el cine, el que traía la suerte y la bonanza a los hombres que la amaban, debía ser tan irrebatible y embravecida como el rencor vivo.
[1] Eugenia Meyer (coord.), Testimonios para la historia del cine mexicano, Cuadernos de la Cineteca Nacional Nº 6, Ciudad de México, Cineteca Nacional, 1976, pp. 103–104.
[2] Patricia Torres San Martín, “Mitl Valdez. El cine por sus creadores”, Dicine, Nº 41, septiembre de 1991, p. 19.
[3] Juan Rulfo, El gallo de oro y otros textos para cine, Ciudad de México, Era, p. 105.
[4] Paco Ignacio Taibo I, “Indio” Fernández. El cine por mis pistolas, Ciudad de México, Joaquín Mortiz, p. 161.
[5] Adela Fernández, El Indio Fernández. Vida y mito, Ciudad de México, Panorama, 1986, p. 230.
[6] Ernesto González Bermejo, “Juan Rulfo: la literatura es una mentira que dice la verdad”, Revista de la Universdad, septiembre de 1979, p. 4.
[7] Gabriel García Márquez, “Breves nostalgias sobre Juan Rulfo”, Proceso, Nº 204, 29 de septiembre de 1980, p. 47.