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Wendy lleva un ajustado pantalón de mezclilla azul, una desgastada playera negra y tenis de tela sin calcetines. La joven madre de 25 años de edad se encuentra por segunda ocasión en la estación de policía ubicada frente a la cerca metálica que divide a México de Estados Unidos.
Con la mirada en un punto lejano, mientras espera que la policía municipal de Tijuana haga el papeleo para llevarla a la unidad especializada contra narcomenudeo, solo piensa en sus gemelas de dos años. La arrestaron en la colonia Zona Norte, un distrito en el que de 2016 a 2019 se registraron 137 homicidios, de acuerdo con los reportes de la fiscalía.
Wendy no niega que vende drogas. “Soy tiradora”, responde cuando le preguntan por qué está detenida. Su historia la cuenta en palabras cortas y concisas: lleva un año vendiendo “cristal” y hace seis meses libró la cárcel por este mismo delito. Aunque al inicio asegura que no consume metanfetamina, pero su dentadura la contradice y termina por reconocer su adicción.
“Lo hago por necesidad, no por gusto. Si fuera mi gusto no estaría aquí [...] tengo dos niñas y las tengo que sacar adelante. Al papá ya lo mataron”, dice luego de pedir que no se use su verdadero nombre.
Es la segunda vez que Wendy llega hasta la estación de policía por llevar droga. En la primera ocasión no lograron comprobar que era vendedora.
Estar detenida es algo normal para ella. Su verdadera preocupación es que dejó a sus hijas encargadas mientras salía “a trabajar”. En su cuello lleva un dije de la Santa Muerte; le tiene fe porque la convirtió en la única sobreviviente de una explosión en un laboratorio de metanfetamina. Esta creencia parece ayudarle a enfrentar su situación con una extraña tranquilidad, a pesar de que sabe que está en un negocio peligroso.
“Sí da miedo. Tengo compañeros que los han matado”, narra. Pero los riesgos no vienen solo de las bandas criminales, también tienen que cuidarse de las autoridades. “Te detienen cada vez que te ven. 'Te tumban' (roban) dinero, 'te tumban' todo. ¡Todo!”, exclama la joven resignada a su futuro inmediato.
Wendy asegura que la Santa Muerte la ayudó a ser la única sobreviviente en una explosión de un laboratorio de metanfetamina.
Su cuerpo tiene las pruebas de los abusos: “Tengo dos costillas rotas por las vaquitas”. Se refiere a una división especial de la policía municipal cuyo uniforme camuflado les ha ganado ese apodo.
“Me voy a 'la pinta' (penitenciaria), no sé. Nomás con que mis hijas estén bien”, es lo último que dice Wendy antes de que los policías terminen el papeleo. Su destino final es incierto, pero las estadísticas muestran que es más probable que solo pise la sala de audiencia y vuelva a la calle, antes que quedarse en prisión o en un centro para tratar su adicción como ordena la legislación.