Yajalón.— de su casa, entre el 5 y 6 de junio, abrazada de su hija de 11 años, asmática, mientras los paramilitares del grupo Los Autónomos rompían e incendiaban todo lo que tenían al alcance, muebles, mercancías y un automóvil.

En el caos, la niña le hablaba quedito al oído de su madre, para que los paramilitares no la oyeran: “Mamá: no me quiero morir”.

María (nombre ficticio), relata a EL UNIVERSAL que el 5 de junio ayudaba a su hija a hacer la tarea y por el calor que hacía esa noche optó por prender un ventilador. Entonces, desde la calle, surgió un bullicio y detonaciones de armas de fuego de los paramilitares.

Los hombres armados no tardaron en plantarse en la puerta de su casa, que empezaron a derribar con barretones.

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Cuenta María que cuando escuchó, hacia las 20:00 horas, los disparos de las armas y el sonido de las barretas en la puerta de su casa, pudo percibir un silencio de varios segundos, que la obligó a correr para esconderse con su hija. El resto de su familia, su esposo, sus hijos y su madre, habían viajado dos días antes a San Cristóbal de las Casas, a una consulta médica.

Ambas corrieron para encerrarse en un baño, que tiene puerta de metal y una ventana de cristal. La mujer recuerda que temía que en cualquier momento los hombres podían romper esa puerta para tomarlas cautivas, ultrajarlas sexualmente y asesinarlas, como hicieron con otras personas que sometieron en sus viviendas.

Desde su escondite, escuchó a los hombres dentro de su casa. Hurgaban en los muebles. Algunos reían a carcajadas y otros lanzaban gritos de júbilo. Golpeaban las paredes y puertas con las barretas. Los muebles, enseres, ropa, calzado, libros y cuadernos fueron apilados y les prendieron fuego.

Otro grupo de paramilitares se había posicionado de la cochera, donde rociaron gasolina al vehículo estacionado. Otros hombres ascendían por la escalera que va al techo, pero también entraban a las recámaras, para hurgar en los muebles en busca de alhajas, dinero, documentos y aparatos eléctricos. Todo lo quemaron.

El jefe de los paramilitares, José del Carmen Jiménez Pérez, alias El Quemado, comandaban al grupo y les daba órdenes: “Llegó la hora de matar”, “Busquen”, “Empiecen a rociar la gasolina”, ordenaba.

María no tiene duda de que era él. Dice que lo ha escuchado hablar en otras ocasiones en Tila.

“Hijita, no vayas a hacer ruido”

La mujer recuerda que pensó que no saldría con vida de la casa. Abrazó a su hija y ambas se pusieron a llorar en silencio.

“Hijita no vayas a hacer ruido”, suplicó María a la pequeña.

La niña respondió: “Mamá: no me quiero morir”.

“Hijita puedes estar tranquila. Yo te voy a cuidar”, le insistió su madre y se abrazaron.

El temor de María, relata, era que su hija asmática sufriera una crisis por la inhalación del humo, que para ese momento empezaba a colarse por la parte baja de la puerta que las protegía.

“Yo escuchaba los gritos de los hombres. Algunos arrastraban cosas”, cuenta la mujer.

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Pasaban las horas y los hombres no se iban de la casa. María dice que escuchaba las pisadas de las botas por la escalera, otros caminaban en la azotea. De pronto escuchó una caída de agua, era el tinaco, que había sido perforado.

Mientras tanto los paramilitares gritaban: “A ustedes no les pertenece Tila”, “Lárguense de aquí”.

María relata que rezaba para no morir quemada. Entre lágrimas pedía a sus familiares fallecidos que intercedieran para que no fueran descubiertas por los hombres, además de que sentía que el tiempo transcurría lento.

Cuando se escondió con su hija, había tomado su teléfono y escribió mensajes a sus familiares para contarles lo que ocurría. Les rogaba que pidieran ayuda a las autoridades.

Con el paso de las horas, la niña había entrado en un cuadro de miedo, pero también tenía sueño. “Yo le hablaba a ella: Parece que los hombres ya se fueron”. Era la una de la mañana pero todavía escuchaban gente en la casa. Como a las 3:30 la niña se durmió en los brazos de su madre. Estaba exhausta.

“Es muy difícil describir lo que vivimos, como miedo e impotencia, porque te das cuenta que nadie te puede auxiliar, porque todos tienen temor a entrar a ayudarte. Saber que tu familia está lejos, que también pide ayuda a funcionarios, pero la respuesta es: ‘Hay que esperar. Que aguanten’”, dice.

Recuerda que esa madrugada se preguntaba qué tanto podría aguantar si la hallaban, pero su mayor preocupación era la niña.

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El escape

Cuando empezó a amanecer, los hombres se habían ido. Salió del refugio cerca de las 5:45. Abrió la puerta con sigilo y pudo ver que las cosas cercanas a su refugio, no habían sido alcanzadas por el fuego.

“Si eso se hubiera quemado. No íbamos a salir con vida”, asegura. El ventilador, que nunca fue apagado, ayudó algunas horas a desviar la dirección del humo.

Ya en la calle, sin rastros de los paramilitares, María pidió ayuda y un vecino no dudo en auxiliarla. Ella y la niña estaban cubiertas de hollín. “Todo era negro”. Tuvieron que esperar un día más para huir de Tila. El 7 de junio María vio a los soldados caminar por las calles, les pidió ayuda, pero le dijeron que aún no era tiempo de salir de Tila. “Todavía no”, “Métanse a la casa”, pidió el soldado. Minutos después volvieron para sacarla.

Media hora después, llegaron al ejido de Petalcingo; María se fundía en un abrazo con su hermana que ya la esperaba.

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