Tijuana.— La Villa Haitiana, enterrada en un cañón en un terreno plano y empolvado, se ha convertido en el nuevo campamento y hogar de decenas deque quedaron atrapados en la frontera y que además han sido desplazados por la pobreza y violencia que los persigue desde Haití, y que los encuentra hasta en su último destino, antes de cruzar a Estados Unidos, en Tijuana.

En la última semana, dos hombres de la comunidad fueron velados en una sola ceremonia. No había dinero para costear los gastos de ambos, Calory, uno de ellos, murió de un infarto debido a que su salud se agravó por no tener acceso a atención médica a pesar de trabajar.

Joselyn, la otra víctima, murió asesinado al ser asaltado cuando regresaba con el pago de su día de trabajo.

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Chesmel Paul, uno de los residentes de la Villa Haitiana, cuenta que ha decidido no trabajar, que prefiere vivir de la caridad y bajo una lona de plástico, porque para él no vale la pena salir de ese terreno precario e improvisado, cuando sabe que cualquiera de esas salidas le puede costar la vida.

“No vale la pena —dice sin pensarlo mucho—, salir a trabajar para que me maten por mil pesos que no alcanzan ni para una renta ¿Quién cuidaría a mi familia?”.

El presidente del Comité Ciudadano en Defensa de los Naturalizados y Afromexicanos (Ccdnam), Wilner Metelus, condenó la actuación del gobierno mexicano que, por un lado, no ha cumplido con su responsabilidad de proteger a la comunidad; por el contrario, actúa como subordinado de Estados Unidos al contener la migración haitiana.

“El silencio total en Baja California, en México, sobre los 20 migrantes haitianos que fueron asesinados a sangre fría en Tijuana y en Mexicali [desde 2016]. Es una doble moral e hipocresía... La Fiscalía General de Baja California no sirve para nada, ¡por eso exigimos justicia, por nuestros migrantes haitianos!”, escribió en sus redes sociales.

La Villa Haitiana, una comunidad improvisada en la colonia Pedregal de Santa Julia, se encuentra en un terreno prestado por la organización La Casa de los Pobres, bajo el mando de las Hermanas Franciscanas, una congregación religiosa que le ha permitido a la comunidad habilitar carpas en donde viven familias enteras.

Cada mes la asociación destina alrededor de 250 despensas para poder alimentar a los casi 200 migrantes que ahí viven, algunos desde noviembre de 2021.

Aunque el terreno ha sido propiedad de la agrupación católica, fue apenas a finales del año pasado cuando poco a poco las familias haitianas comenzaron a llegar al no poder costear rentas hasta en las áreas más precarias de la ciudad, en donde un alquiler alcanza los 8 mil pesos.

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“Es imposible pagar una casa si pagan mil pesos, no alcanza para comida, doctores, papeles, nos orillan a vivir aquí, en caridad y en peligro”, lamenta Chesmel Paul.

Aunque no ha sido víctima de las pandillas de esa colonia, es a los policías a quienes más miedo les tiene porque recuerda que fueron oficiales de una corporación local quienes robaron el dinero de un día de trabajo a uno de sus amigos, luego le quitaron su tarjeta temporal de residencia y amenazaron con deportarlo si los denunciaba.

“No cuidan ni a mexicanos, menos a nosotros —refiere el hombre—. Es mejor callar, no hacer nada, aquí uno no vive, sobrevive todos los días”.

En la explanada de la Villa Haitiana, un grupo de niños juegan en la única área de juegos del sitio, un columpio, y un subibaja empolvado, hundidos sobre la tierra. Son las 14:00 horas y al menos unos 40 haitianos bajan de un camión. Es la hora en la que muchos llegan de trabajar.

Uno de los niños habla tres idiomas, primero lanza una palabra en inglés y luego otro par de frases en español. Es hasta que se acerca su padre para llevarlo a comer que le responde malhumorado y con el ceño marcado, no quiere dejar de jugar, pero termina por abandonar el subibaja, y mientras se retira lanza un rosario en creole.

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