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Los Ángeles, California
Todos los días, don Víctor Pérez recorre el oeste de Los Ángeles. Empuja un carrito azul de madera y a cada tanto aprieta una corneta con la que invita a los vecinos —estadounidenses, afroamericanos y latinos, pero sobre todo mexicanos— a comprar un poquito de nostalgia: elotes, esquites, chicharrones y raspados de a dos y tres dólares. Es difícil imaginar que en 2011 esas mismas calles fueron un infierno para él a causa de una mujer que quería matarlo. ¿La razón? Ser inmigrante y vender elotes en su barrio.
Como a las tres de la tarde, después de andar por la Garth y la Guthrie, Víctor hace parada en la calle Sherbourne. Trae puesta una playera de Los Alebrijes de Oaxaca, equipo de futbol estatal, y mientras despacha confirma que sí, que es oaxaqueño.
“Uy, si les dijera todo lo que he vivido no me creerían”, dice sonriendo.
Se armó de valor, besó a su esposa, abrazó a sus hijos, aún pequeñitos, y se fue de mojado, al igual que los 150 mil oaxaqueños que todos los años dejan su tierra por falta de oportunidades (de acuerdo con el Instituto Oaxaqueño de Atención al Migrante).
No hubo tiempo para descansos o paseos, al día siguiente de llegar a Los Ángeles comenzó a trabajar, primero como tamalero y luego como dishwasher (lavaplatos), pero lo que ganaba no le alcanzaba para vivir y mandar dinero a México. Tras mucho pensarlo, se le ocurrió que podía vender elotes, idea que no sonaba nada mal, ya que por algo al estado de California le apodan “Oaxacalifornia”; seguro encontraría paisanos con antojo y nostalgia. Buscó dónde comprar elotes al mayoreo, acondicionó un carrito y comenzó su propio negocio.
“Al principio era extrañísimo para muchos que alguien anduviera en la calle sonando la corneta, pero se fueron acostumbrando. Fue mi recurso para sacar adelante a la familia. Los primeros días sí batallé mucho, trabajaba tres, cuatro, cinco horas y no vendía nada porque la gente dudaba que fuera seguro o pensaban que les haría daño, pero después me hice de mis clientes, comencé a acabar todo lo que llevaba y hasta la fecha, siempre acabo lo que traigo”.
El acoso de “la americana”
Todo iba bien hasta una tarde de 2010. Al llegar a la calle Holt, una mujer alta, rubia y vestida con ropa deportiva se le fue encima enojadísima. Víctor jamás la había visto y no comprendía casi nada de lo que le decía en inglés, pero supo que el problema era su color de piel y ser migrante. Lo que no intuyó es que eso era sólo el comienzo de un infierno que se extendió por tres años.
“Ese día no había terminado de vender cuando la señora llamó a la policía. Me quitaron mis cosas y me dieron cita en la Corte. El juez me dejó libre, pero dijo que ya no podía vender elotes. Salí llorando porque yo no había hecho nada malo, y por necesidad seguí vendiendo”, relata.
Al caminar por las calles del barrio, don Víctor señala las esquinas en las que fue atacado en innumerables ocasiones. La estadounidense siempre lo buscaba para insultarlo y luego, llamar a la policía con argumentos como que la había golpeado, que hacía vandalismo, que envenenaba la comida y hasta que había intentado tocar a una niña.
Ejerció sobre él una violencia ascendente que pasó de los insultos a los golpes. Un día, por ejemplo, le robó su carrito de elotes y lo escondió en su casa; otro, quería pegarle con un bate de beisbol.
“Me llevó como unas 15 o 20 veces a la Corte. Una vez gritó que yo le había pegado y de inmediato llegaron cuatro patrullas y una ambulancia; me pusieron las esposas y cuando los paramédicos la iban a revisar, ella ya no quiso y comenzó a burlarse de mí”.
Con la voz entrecortada, recuerda que lo que lo mantenía fuerte era pensar en su esposa y en sus hijos, que nada sabían de lo que él estaba viviendo ni de lo que estaba a punto de vivir: esa tarde a finales de 2011 cuando la mujer apareció a bordo de una camioneta negra y se le fue encima para atropellarlo.
“Me aventó su troca y yo me puse muy mal, se echó de reversa y lo hizo de nuevo, quería matarme. Hasta se ladeó mi carrito de elotes, que fue con lo que impactó antes que a mí. Allí fue cuando la gente se molestó, le gritaron que por qué hacía eso si yo no le había hecho nada malo, comenzaron a grabarla y llegó la policía”.
Los oficiales, que ya sabían del racismo de la mujer por sus decenas de llamadas, le insistieron a Víctor para que pusiera una denuncia y advirtieron que si lo dejaba pasar, posiblemente lo mataría la próxima vez.
Cuando accedió, le cambió la vida. Le pusieron a un detective llamado Nelson Hernández, quien se conmovió con su historia y prometió hacerle justicia. Sin embargo, los meses siguientes Víctor no acudió a los llamados de la Corte porque nunca le llegaron los citatorios y cerraron el caso, pero Nelson se encargó de reabrirlo para llevar a juicio a Jenna K., su agresora. La cita final se dio el 29 de enero de 2013.
“Como un acto desesperado, meses antes la gringa me echó a la policía migratoria; una mañana vi que me estaban esperando afuera de mi casa y me espanté mucho, llamé al detective y él me dijo que no me preocupara, que les enseñara los documentos que comprobaban que había un juicio en proceso y que con eso no me podían llevar. Una vecina me ayudó a traducir. Fue así como no me llevaron”, cuenta.
El día del juicio estaba aterrorizado, no sabía cómo acabarían las cosas y Nelson le había dicho que llevara todas las pruebas del caso, allí se definiría si era ella o él.
Además del detective y la abogada de oficio que le pusieron ese mismo día, don Víctor no tenía a nadie, estaba más solo que nunca. La mujer estadounidense, en cambio, llegó con muchas personas, entre ellas, abogados que iban a defenderla.
Entonces, para sorpresa del mexicano, aparecieron cuatro detectives preguntando por Víctor Pérez.
“Soy yo, respondí con miedo, y me dijeron: ‘¿Sabe qué?, venimos a apoyarlo’, les di las gracias, pero no sabía cómo se habían enterado de mi caso, sólo escuché que uno le dijo al otro: ‘Diles a los demás que pasen’, no le miento, eran como cien policías que también iban a apoyarme, yo no lo podía creer”.
Todos ellos eran los policías que, a lo largo de los años, habían acudido a los innumerables llamados de la mujer y que sabían de su racismo. Para entonces, su caso ya era conocido en la zona, y él no era la única víctima de Jenna, que, aprovechando su origen y posición económica, solía acosar a los migrantes que se le cruzaban en el camino.
Al ver la escena, la señora se molestó más y comenzó a acusarlo de cosas nuevas, incluso sacó un mapa enorme del barrio para decirle al juez dónde, según ella, don Víctor había cometido actos indebidos. El juez le pidió que se sentara, que sería Víctor quien explicaría la situación.
Cuando ambas partes dieron sus testimonios, la corte llamó a un receso de tres horas para dar la sentencia. Tres horas eternas para Víctor, que terminaron con una palabra dirigida a la estadounidense: culpable.
Todos gritaron de alegría y lo felicitaron, pero allí no acabaron las cosas, Nelson le informó a don Víctor que era candidato a obtener la visa tipo U que, de acuerdo con la página de migración de Estados Unidos, está destinada únicamente a “víctimas de ciertos crímenes, que han sufrido abuso físico o mental y brindan ayuda a las agencias de orden público y oficiales gubernamentales en la investigación o prosecución de actividades criminales”. Dicha visa fue creada por el Congreso en el año 2000.
“Hasta hoy sé bien de las cuatro cosas que me hizo la americana: intento de robo, discriminación, intento de asesinato y racismo, con eso, luego luego me dieron la ayuda, me dijeron que yo calificaba para esa visa”.
Sueño americano con final feliz
Con la mirada hacia esas calles donde ocurrió todo, don Víctor confiesa que no podía creer lo que le estaba pasando. Habían hecho justicia para él, para ese migrante oaxaqueño que creyó que no tenía derecho a nada en ese país, ni siquiera a la justicia. Lo dice y se le quiebra la voz, llora.
“Me siento contento. Ahorita ya estoy legal acá, ya me dieron mi permiso de trabajo, me dieron el seguro, me dieron mi ID de California, y el detective me dijo que le echara ganas porque tenía todo el derecho de pedir a mi familia, y ya me traje a mi mujer y a mis tres hijos”, cuenta.
En 2016, Víctor obtuvo un carnet de salida para poder visitar a su familia en Oaxaca y agilizar los trámites para su mudanza a Los Ángeles. Se impactó mucho al ver que no reconocía a sus hijos, que eran ya unos adolescentes. Se había perdido toda su infancia, pero por fin podía llevarlos consigo y empezar otra vez.
Su esposa y su hija menor llegaron a Estados Unidos en febrero de 2017, y en septiembre de 2018 los otros dos. Gran celebración tuvieron la Navidad de 2018, en la que por fin pudieron estar juntos.
Actualmente, don Víctor continúa vendiendo elotes y es muy querido en el barrio, a veces se encuentra a los policías que lo ayudaron y ellos lo saludan afectuosamente, hasta le preguntan cómo va la venta.
Al fin pudo comprar una casita en Oaxaca y la próxima semana comenzará los trámites para obtener su residencia. Tiene pensado visitar pronto México, cosa que le encanta, porque la comida le sabe más rica y es su tierra, pero confiesa que ya se acostumbró a su barrio en Los Ángeles, a sus vecinos y a su negocio. El deseo familiar ahora es poder comprar una casita allá.
Con la voz aún entrecortada y los ojos llorosos, don Víctor, de 43 años, se dice orgulloso de ese oficio que le ha dado tanto en Estados Unidos.
“’Ora sí que llego a comprender que hasta que se me va a hacer el sueño americano", concluye. Hace sonar de nuevo la corneta y avanza por esas calles con nombres gringos que ya son sus calles y por las que al fin puede caminar con total libertad, sin miedo.
Angélica Vale, entre sus clientes
Así como ha vivido historias terribles, Víctor también ha pasado por historias que recuerda con gusto, como haberle vendido elotes a la actriz mexicana Agélica Vale. Se la encontró por una de las calles llamándolo emocionada para saber qué vendía y, al enterarse, compró elotes para ella y sus acompañantes. La actriz también recuerda este episodio como algo muy particular porque se le hizo raro ver a un elotero caminando con su carrito en Los Ángeles.
“Iba manejando y vi un carrito de elotes, allá no es nada común, no hay. No me acuerdo a dónde iba porque no estaba cerca de mi casa y de pronto volteo, veo a este señor vendiendo elotes y bueno, íbamos con tráfico, tarde. Literal me paré y emocionada le grité que viniera, le pedí mis elotes y fui la mujer más feliz del mundo. Me encantó conocerlo, me muero de ganas de ir y comer otro elote. Me contó su historia y me parece una maravilla, ¡imagínate! qué bonito y más en estos tiempos. Creo que es un claro ejemplo de que los mexicanos vamos a Estados Unidos a trabajar y no vamos a quitarle al dinero a nadie. Yo no creo que ningún güero se vaya a poner a vender elotes, y si lo hiciera, no le van a salir”.