Las piezas de barro se queman a cielo abierto mientras al artesano lo envuelve una nube gris que luego lo cubre todo. El humo deja su marca en la piel, ojos y rostro, y el daño silencioso crece con cada respiración.
A veces la irregularidad de las llamas obliga a repetir el proceso debido a la mala calidad de los resultados, lo cual mantiene al alfarero expuesto a la fumarada por más tiempo, merma su producción, implica mayor uso de materiales y daños al ambiente.
Así ha sido durante generaciones en la mayoría de las comunidades alfareras de México, donde los hornos y la técnica de las quemas no han evolucionado desde el siglo XVI o incluso se remontan a la época prehispánica, asegura en entrevista con EL UNIVERSAL David Aceves Barajas, director de la Escuela Nacional de Cerámica (ENC).
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“Los hornos, en el mejor de los casos, son celtas o de tiro abierto [hechos con ladrillos y estrechos hacia arriba], los cuales fueron introducidos por los españoles (...) y en el peor de los casos [los artesanos] queman a cielo abierto, como se hacía en el México prehispánico. La tecnología en las formas de quema es muy básica y algo primitiva”, añade.
En el pasado se han implementado programas gubernamentales para la construcción y reconversión de hornos en algunos sitios a fin de optimizar la cocción de productos cerámicos, reducir la emisión de contaminantes y el consumo de combustibles, así como para sensibilizar a los alfareros sobre los daños a la salud que les causa la exposición a los agentes contaminantes.
Sin embargo, resalta Aceves Barajas, llevar hornos eléctricos o de gas a las comunidades alfareras ha sido infructuoso en muchos casos debido a sus limitaciones económicas y de infraestructura, pues no todas tienen acceso a dichos servicios ni tampoco pueden pagarlos.
Ante el desalentador panorama, la escuela comenzó a idear un proyecto en aras de transformar la alfarería mexicana desde la raíz y darle un corazón a todos esos talleres: un horno.
Fue en 2017 que el maestro en cerámica tradicional japonesa Masakazu Kusakabe, quien llevaba cerca de 30 años construyendo hornos de leña sin humo alrededor del mundo, viajó a México —a petición de la ENC— para enseñar su tecnología en Tapalpa, Jalisco, sede de la institución.
Ahí conoció al ingeniero en cerámica Yusuke Suzuki, quien adaptó su diseño a las necesidades de los alfareros mexicanos.
El resultado es un horno único en América Latina, el cual ofrece mejoras en la combustión, menor uso de leña y beneficios directos a la salud, debido a que los alfareros ya no aspiran el humo directo de las quemas a cielo abierto. También cuida el ambiente, pues no contamina.
Además, el horno no sólo usa leña, también se puede alimentar el fuego con materiales naturales dependiendo de cada región, como palmas, estopa de coco, corteza o la poda de los árboles.
Esta era la opción más viable para renovar la cerámica nacional sin modificar demasiado la realidad de las comunidades alfareras, acota Aceves Barajas.
Aquel taller encendió la llama de la que surgió el programa de Hornos de Leña Libres de Humo, con el cual la escuela busca beneficiar a tantos artesanos mexicanos como sea posible.
Echan raíces en todo el país
Desde hace seis años, el equipo de la ENC ha viajado a lo largo y ancho de México para construir hornos sin humo en comunidades alfareras de tradición ancestral y en situación vulnerable.
“Este proyecto es medular para nosotros porque la escuela apuesta por la alfarería tradicional. En México, la mayor parte del país está enfocado a este tipo de cerámica”, dice Aceves Barajas.
A la fecha son 25 los hornos que hay en estados como Chihuahua, Chiapas, Oaxaca, Puebla, Jalisco, Guanajuato y Michoacán, entre otros. Se ha capacitado a más de 240 artesanos y los hornos han apoyado a mil 600 alfareros y sus familias.
Para la institución, el programa representa una labor ambiental, social, económica y de preservación que comienza con un acercamiento a diferentes culturas y a su tradición cerámica.
“Antes de construir un horno se hacen visitas de campo a las comunidades para analizar su situación, pues necesitan ser grupos alfareros de más de ocho personas para que el proyecto tenga continuidad y al horno se le saque partido, porque es grande. Lo importante es que (...) muchas personas se vean beneficiadas”, comenta el director de la ENC.
“Si hacemos un horno en una comunidad en donde sólo queda una persona que se dedica a la alfarería, sin hijos o que sus hijos dejaron el oficio, entonces no funcionaría el proyecto”. También, añade, es importante saber con qué materiales queman.
Una vez seleccionada la comunidad, artesanos y el equipo de la ENC trabajan durante dos semanas en la construcción del horno, que se lleva a cabo con materiales locales y se adapta a las necesidades de cada lugar.
Una semana más es dedicada a la capacitación de los alfareros en materias como mercadotecnia, costos, embalaje y diseño.
El proyecto no termina cuando las primeras piezas salen del horno recién inaugurado, pues la ENC sigue de cerca su impacto social, el cual se ve reflejado en la calidad de vida de los artesanos, la integración de personas a la labor cerámica, la motivación de las nuevas generaciones a preservar el conocimiento ancestral de sus familias y en la mejoría económica de los grupos alfareros, que va de la mano con una mayor calidad de sus piezas.
“Queremos que se vaya creando conciencia en los artesanos para revalorizar su trabajo”, menciona el director de la Escuela Nacional de Cerámica.
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