Tijuana.— Casi un centenar de personas entra a uno de los salones que hay en el albergue, escondido entre cerros y cañones al oeste de Tijuana. Todos, de una u otra manera, obligados a trabajar para el crimen organizado o forzados a huir para no ser reclutados.
Algunos de ellos cuentan sus historias a EL UNIVERSAL. Su cuerpo y voluntad son arrebatados por hombres armados que poco a poco se apoderan de los territorios. Escapan al norte del país, a una de las ciudades más violentas y viven, en ocasiones, hacinados, pero con la esperanza de reconstruir la vida que les fue arrebatada.
Dos años como esclavo
La Huacana, en Michoacán, es un pequeño pueblo en donde Arturo vivía junto a su familia: su esposa y sus tres hijos. Era capataz de un rancho que producía quesos, con al menos unas 200 cabezas de ganado y un par de cultivos.
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Tenía más de 20 años como empleado cuando un día los narcos tomaron las tierras. Decenas de camionetas con hombres armados entraron a la fuerza, y primero sacaron a la familia, pero para Arturo tenían otros planes: lo querían de su lado.
“Me apuntaron, me dijeron que yo me quedaba o le disparaban a mi familia; cuando vi que los estaban encañonando, no lo pensé, me quedé”, recordó.
Durante dos años trabajó para el crimen organizado. En este tiempo le dieron un arma y le ordenaron cuidar el rancho que los criminales operaban.
Le pedían información de la familia para apoderarse de las tierras, sabían que era personal de confianza y la relación de años que mantenía con los dueños de ese rancho. Y sí, aunque primero se resistió, al final, tras el uso de la fuerza, confesó.
“Me dispararon en las patas, yo cuidaba, no me gustaba usar armas, me daba harto miedo porque me mandaban al monte a vigilar si venían sus enemigos, o sea que si hubieran llegado, yo hubiera sido el primer muerto, pero de todos modos ellos me dieron de balas primero”, lamentó.
Un día, Arturo entró a la finca dentro de la ranchería. Ahí, tomados, le reclamaron que no les diera información. Mientras él pedía clemencia, uno de ellos sacó el arma y le disparó a los pies.
“¡Báilale, báilale! Me decían, luego se echaban a reír, yo lloraba del miedo, pero qué más, estaba solo ahí”, relató.
Poco antes de cumplir los dos años bajo el yugo del grupo criminal, su tío, un hombre de más de 60 años también reclutado, le advirtió: “Te voy a sacar de aquí”. Por su edad ya no era considerado para la vigilancia, en realidad sólo iba por comida y realizaba mandados.
Una de sus labores era ir a pescar para regresar con la comida. En una de esas salidas escondió a Arturo en la panga, bajo los pescados que sacó, llegó a las orillas del pueblo aledaño y Arturo jamás volvió a La Huacana.
Inmediatamente viajó a la frontera, pero desde entonces desconoce qué pasó con su tío, si sigue vivo o está muerto.
“Ocupamos gente así, tiernitos”
A Jorge y Carlos los secuestraron. Uno tenía 20 años y el otro 16. Era un 23 de septiembre cuando Carlos llegó a su casa del trabajo, tomó su moto y se fue rumbo al centro, en Apatzingán. Allí un grupo de hombres armados dentro de un taxi lo interceptaron, primero le chocaron y luego se lo llevaron.
Lo llevaron a una casa de seguridad escondida en un monte y allí lo obligaron a llamar a su primo. Con engaños, le dijo que necesitaba ayuda porque su moto se había ponchado, le dio la ubicación, y cuando llegó, fue encañonado.
Ambos terminaron esposados y encadenados, arrumbados en el suelo de una casucha, arriba de un cerro, rodeado de una zona montañosa y fría.
Habían pedido medio millón de pesos por su rescate y los mantuvieron en cautiverio tres días. En ese tiempo los patearon en la boca del estómago, en el suelo se doblaban del dolor, uno de ellos perdió el aire, casi a punto del desmayo.
Para el segundo día, uno de los jefes de ese grupo llegó bajo el influjo de una sustancia y les dijo: “‘Muy machitos, muy machitos’, nos decían y uno hasta nos amenazó. ‘Si no pagan, los vamos a obligar a trabajar, ocupamos gente así, tiernitos’... y luego se reían, andaba todos locos porque siempre estaban drogados”, recordó Jorge, quien ahora espera su turno en un albergue de Tijuana para iniciar su proceso de asilo en Estados Unidos.
Una noche, uno de los trabajadores, otro joven igual o más chico de edad, los despertó. Sacó una cajita negra que tenía unos pequeños cables, le decían chicharra, se los colocó en el pecho y casi de inmediato perdió el conocimiento: eran descargas eléctricas.
“Se reían de nosotros y ahí mismo nos decían que nos uniéramos, que le entráramos, que según nos iban a enseñar a usar las armas”.
Para el tercer día, la familia juntó el dinero y se hizo el intercambio. Los dejaron ir, pero con la advertencia de volver por ellos. Ese mismo día la familia dejó todo, y sin nada más que la bendición, Jorge salió de Apatzingán rumbo al norte.
“Nos quedamos solos”
Juan y Alicia escaparon de Michoacán. Ella perdió a su hermano y dos sobrinos, el primero fue obligado a trabajar con el crimen organizado, le mataron a su hijo para forzarlo y reclutaron al menor, ahora en prisión.
Cuando Alicia se enteró de lo que le había pasado a su familia, le pidió a su esposo dejar su trabajo en una empacadora de limones.
Pero ni eso evitó que un día llegaran por ellos. Era mediodía, cuando más de 10 hombres arribaron a su casa, se metieron a la fuerza y Juan, como pudo, se interpuso entre la puerta y su familia.
“‘Tú te vienes con nosotros, te toca’, me decían que me tenía que ir con ellos, pero nada más pensaba en lo que le hicieron a mi cuñado y a sus hijos”, narró desde uno de los cuartos del albergue en Tijuana donde espera su turno para cruzar a Estados Unidos.
Mientras esos hombres le apuntaban, lo primero que pensó es que, si se iba y un día lo mataban, vendrían por su pequeño hijo. ¿Quién iba a evitar que fueran tras ellos?, ¿quién los iba a proteger? Entonces, respondió que sí se iba con ellos, pero que necesitaba sacar a su familia, que le permitieran despedirse y a cambio les iba a entregar las tierras y los seguiría.
Cuando se fueron, en medio de un par de balazos tirados al cielo, él y Alicia se miraron, se echaron a llorar y buscaron a su hijo, ninguno lo pensó, ese día se fueron. Dejaron todo, una casa, trabajo, su vida.
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