Francisco Javier Arámburo Palacios fue un hombre de mundo, a sus 67 años, su mente que escala al olvido todavía le permite viajar y recordar los lugares que ha visitado; sabe hablar inglés e italiano, es un arquitecto de profesión. Por causas que desconoce, un día empezó a “vagabundear” por las calles de Hermosillo hasta que un alma caritativa hace tres años lo entregó deshecho al Asilo Juan Pablo II.

Nació el 10 de octubre de 1949 en Culiacán, Sinaloa, tiene cuatro hijos, varios nietos y una hermana, a quien desde hace años no ha visto.

Estudió la licenciatura en Arquitectura en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), según consta su cédula profesional 1767708. En la entrevista para EL UNIVERSAL, aseguró que trabajó para el prestigiado despacho de Arquitectos Legorreta en la Ciudad de México.

Ahora su familia está conformada por 30 ancianos y personal que los asiste en esa casa hogar ubicada en el bulevar Luis Encinas, a un costado del Hospital General del Estado (HGE) en Hermosillo.

Cuando estuvo en la cúspide de su desarrollo profesional viajó a destinos nacionales y extranjeros, tuvo prosperidad laboral y económica; no recuerda el motivo por el cual su única hermana, tres años mayor que él, lo llevó con engaños a un manicomio en Sinaloa. Luego, viajó a Hermosillo, Sonora, para visitar a sus hijas Marina y otra a la que recuerda como “espiguita de trigo”; las oportunidades de trabajar no se le dieron. Dejó la casa de un amigo a donde había llegado, porque pensó que sin aportar la economía se estaba convirtiendo en una carga. Salió a la calle y deambuló durante dos años.

“Me dicen El Chacho; sé que estoy joven, pero ya me siento muy viejo, después de estar aquí siento mucho miedo de salir a la calle, quisiera volver a trabajar y ser productivo. Tengo muchas ideas en la mente, pero si salgo y no logro superarme, las reglas dictan que no podré volver aquí, estoy atrapado, tengo miedo de quedarme, pero también de irme”, confesó.

Una de sus grandes motivaciones es regresar a Zipolite, en Oaxaca, para visitar a su amiga Gloria Jhonson, que en los años 70 fundó la primera playa nudista opcional en México.

Comenta que se olvidó de su familia, pues “sufrí una experiencia muy amarga, muy difícil, muy dolorosa”, recuerda con una tristeza que le hace rodar dos lágrimas hacia las mandíbulas.

Francisco Javier es un hombre educado, canta, lee y recita poemas con intensidad.

Sus favoritos son “El brindis del bohemio”, los de Federico García Lorca y Amado Nervo, incluso, su gran deseo es que su sepulcro tenga inscrito el epitafio: “¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!”.

Se le escucha derrotado a pesar de que su cuerpo está fuerte, corpulento; añora ver a su familia, abrazar y besar a sus nietos que aún no conoce, pero no quiere que lo vean en la condición en la que se encuentra. Los pasos de El Chacho son lentos y su voz es pausada. Está cansado.

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