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Atravesar México para llegar a Estados Unidos es muy difícil si eres migrante indocumentado, y es todavía peor en tiempos de pandemia. Las personas que hacen este viaje saben que durante el trayecto corren el riesgo de ser detenidas por las autoridades, secuestradas por grupos criminales, mutiladas al caer del tren o, incluso, pueden morir.
Este año el Covid-19 ha dificultado aun más su camino, no sólo por el peligro de contagio, sino porque el confinamiento obligó a que los albergues, el único oasis en su paso, fueran cerrados.
Hace más de dos meses que Marvin dejó su hogar en Honduras. Tomó una bicicleta, un celular sin cámara y un cubrebocas para protegerse durante su viaje hacia el sueño americano.
“Ha sido muy pesado, me dijeron que en dos o tres semanas llegaría a Estados Unidos y ya llevo casi tres meses intentándolo. Los caminos más seguros están cerrados. He visto cómo La Bestia descuartizó a un compañero; no hay trabajos de paso porque todo está cerrado, por eso he pasado días sin comer. He tenido que dormir en la calle porque, aunque me habían dicho que podía descansar en las casas de refugio para migrantes, algunas están cerradas”, relata Marvin en entrevista con EL UNIVERSAL.
Sin albergues en el camino
Uno de los pocos lugares seguros para ellos son las casas para migrantes, donde las personas son acogidas por una o dos noches. Un lugar seguro donde pueden descansar, darse un baño, comer y dormir tranquilos.
En México hay cerca de 96 casas, pero la mayoría están cerradas por la pandemia y las pocas que siguen abiertas atraviesan una situación crítica.
Una de ellas es la Casa del Migrante San Juan Diego Cuauhtlatoatzin, ubicada en Huehuetoca, Estado de México. Era financiada por feligreses de la Diócesis de Cuautitlán, pero desde marzo, cuando se suspendieron las misas, se acabaron las donaciones para su manutención.
“Desde marzo, que se hizo el cierre de parroquias, no hemos recibido aportación en especie ni económica de las parroquias. Los mercados tampoco nos han podido ayudar porque no hay venta, los voluntarios no han venido a trabajar porque se tienen que quedar en casa”, señala el padre Eloy Vargas, director de la casa.
Dice que se mantienen con sus reservas de alimentos y ha tenido que cambiar las reglas.
“Ha sido difícil porque a veces el hermano migrante viene muy cansado. Después de llevar días sin comer lo que quiere es comer, pero antes tiene que bañarse, lavar su ropa. Vemos que algunos se enojan, se desesperan y dicen: ‘Mejor ya me voy’”, relata el clérigo.
Aunque el flujo migratorio disminuyó por la pandemia, migrantes de Centroamérica y México no han dejado de transitar por el país. De acuerdo con Pueblo Sin Fronteras, este año muchos han decidido entregarse al Instituto Nacional de Migración (INM) para ser repatriados, lo cual no está sucediendo.
Marvin fue uno de ellos. “No tenía agua ni comida ni zapatos, me caí del tren y me lastimé la pierna, así que pensé en regresarme y me entregué a Migración, pero me dijeron que no podían ayudarme, que tenía que regresarme por mis propios medios, así como llegué. Que me subiera otra vez a La Bestia de regreso a mi país”, relató el migrante. Lo último que se supo de él es que estaba en Monterrey.