“Avísale a mi mamá que mi hermano se quemó”. A sus 52 años de edad, Alberta Montiel perdió a su hijo mayor y al mismo tiempo “volvió a ser madre”. La explosión de un ducto de Petróleos Mexicanos (Pemex), en la comunidad de San Primitivo, en Tlahuelilpan, Hidalgo, el pasado 18 de enero de 2019, le arrebató la vida a su primogénito: Santos Preciado, hombre dedicado al campo, esposo, hermano, extrabajador de Pemex y padre de dos pequeñas.
Tras la muerte de Santos, la madre de las menores, Nelly, de siete años, y Georgina, de cinco, se ha tenido que dedicar de lleno a trabajar para ofrecerle sustento a sus hijas. Las niñas, por su parte, ahora están prácticamente de tiempo completo al cuidado de su abuelita, doña Alberta.
—Ahora sí que tuve que regresarme, volver a acompañar a mis nietas a la escuela, ir a las juntas, darles de comer y hasta hablar con las maestras. Las niñas no van bien en la escuela, se distraen, juegan, no hacen sus tareas completas, a veces hasta son groseras; yo le digo a su mamá, pero ella me ignora.
La vivienda de doña Alberta y su esposo, Nicolás Preciado, donde también habitan su nuera Maricela y sus nietas, se encuentra en la colonia La Cruz de la comunidad de Teltipán, en el municipio de Tlaxoapan, uno de los lugares más golpeados por la tragedia. Aquí, en tierra de campesinos y gente sencilla, la muerte arrasó prácticamente en cada una de sus calles, llegó mezclada entre el olor a gasolina y el fuego.
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—Por aquí se murió un joven que estaba por acabar la universidad, en la casa de al lado murieron dos personas, allá atrás está mi vecina que cuida a sus dos nietecitas. Aquí hubo muchos muertos y ahora muchos huérfanos —platica Miriam, habitante de La Cruz.
En la familia Preciado Montiel todos saben los detalles de la tragedia: Santos, el primero de cuatro hijos, no murió el día de la explosión, su vida se prolongó una semana más. Intentaron salvarlo en el Hospital Regional de Alta Especialidad de Zumpango, en el Estado de México, a donde fue trasladado en helicóptero, pero todo fue en vano.
—Luego de la explosión a mi hijo se lo llevaron a Tula, ahí él le dio su celular al paramédico, tenía quemaduras fuertes, pero sólo en algunas partes del cuerpo. Como presintiendo que su hermano podría estar en el incendio, otro de mis hijos le llamó, así nos enteramos de lo que había pasado.
De acuerdo con el relato de doña Alberta y don Nicolás Preciado, padre de Santos, la noticia llegó en boca de su única hija, a quien le habían dado una instrucción: “Avísale a mi mamá que mi hermano se quemó”.
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—A mi hijo se lo llevaron a Tula y de ahí a Zumpango. En el hospital nos comentaban que él no mejoraba, hasta el tercer día nos dijeron que no había ninguna esperanza (...) Nosotros no sabíamos, no nos pasó por la cabeza que él pudiera ir al ducto. Mucha gente se murió por curiosidad, él fue uno de ellos.
El día de la explosión, cuentan sus padres, Santos había llevado a una persona de la tercera edad a la comunidad de Munitepec, en Tlahuelilpan, era un hombre enfermo que se había perdido de su hogar. Esa fue su última hazaña.
A Santos lo acompañaban dos personas más: Saúl, su cuñado, hombre dedicado al bordado, y René, su compañero de trabajo. El primero también falleció y el segundo sobrevivió. Precisamente René fue quien contó lo sucedido: los tres acudieron a la toma descontrolada de combustible tras enterarse en Facebook que sus vecinos y conocidos estaban extrayendo el combustible del lugar. Lo hicieron por curiosidad, aseguró.
—Nos contaron que mi hijo no quería ir a ese lugar, pero al ver en el internet que la gente hasta se desmayaba por el olor a gasolina, le entró la curiosidad y aceptó ir. Ninguno de ellos se dedicaba al robo de combustible, platica doña Alberta con los ojos cargados de tristeza.
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—Las niñas preguntan por su papá. Ellas me dicen: “¿Abuelita, mi papi ya no va a venir?”. Y yo les digo: “Ya no, hijas, él ya está en el cielo” (…) Su mamá les explicó que su papá se quemó, que falleció y que ya no lo van a volver a ver. Ellas piensan que Santos no debió haber ido a San Primitivo, cuenta la mujer de ahora 53 años.
De acuerdo con Nicolás y Alberta, Santos —quien en la fecha de su muerte tenía 33 años— trabajó al rededor de dos años en Pemex, lo hizo por contrato y por varios periodos cortos, empleándose como soldador. Sin embargo, un día decidió que lo suyo era el campo.
—Él antes trabajaba en la refinería de Pemex, como soldador, pero como no le gustaba estar en un mismo lugar prefirió el campo.
Después de haber pasado las primeras fiestas decembrinas sin Santos, y sin más de una decena de sus vecinos, don Nicolás señala que después de la explosión las cosas en Teltipán no volvieron a ser las mismas. Ahora, asegura, se siente la tristeza en las calles, el temor y también hay más necesidades, sobre todo para quienes se quedaron en desamparo. La explosión, señala, además acabó con la vida de dos de sus sobrinos del municipio de Tlahuelilpan.
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—Ahorita la vida se siente diferente, muy triste. Yo creo que muchos no se creyeron que pasó esto, es muy difícil asimilarlo —comenta don Nicolás.
Hasta ahora, el mayor apoyo que ha recibido la familia Preciado Montiel ha sido de sus vecinos, quienes conocen la tragedia y para los cuales las 137 muertes de niños, hombres y mujeres, así como los 194 huérfanos que dejó como saldo la explosión en el ducto Tula-Salamanca no son estadísticas, sino historias que “a todos nos ponen tristes cuando nos acordamos”.
—Santos era mi hijo mayor y es bien difícil, a pesar de que ya pasó un año las cosas son complicadas. Yo lo extraño mucho. Él nunca me decía “mamá”, me decía “doña Alberta, ya llegué”, “¿Doña Alberta, el viejito ya llegó [refiriéndose a su padre]?”. Hoy ya no escucho su voz —refiere Alberta Montiel con los ojos brotantes de lágrimas.