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Acapulco.- Son las cinco de la tarde, Albina llega casi corriendo, deja en un costado de los toldos sus cosas: una mochila, collares, jarros de barros pintados y caracoles. Se acomoda en la silla y sin preámbulo comienza la clase. Esta tarde de noviembre tiene que aprender a conjugar la r con las vocales. No pierden el tiempo, el profesor Francisco Camacho hace un recordatorio rápido de la vocales; Albina las repite: “a, e, i, o, u”. Ahora vienen las sílabas: “ra, re, ri, ro, ru”. Albina se pone nerviosa, admite que no tiene buena memoria para retener las lecciones.
Por esa razón, dice, su papá la sacó de la escuela cuando apenas tenía siete años y la mandó a las playas a vender las artesanías que elaboran en su pueblo, San Miguel Tecuiciapan, ubicado sobre el río Balsas, en el municipio de Tepecuacuilco, a una hora de Chilpancingo .
Albina Salgado Rivera es nahua, tiene 52 años de edad y desde pequeña ha recorrido las playas y centros turísticos del país vendiendo los jarrones, platos y figuras de barro que pintan los artesanos de su pueblo.
En uno de esos recorridos, cuando tenía 14 años conoció a su esposo en Cuernavaca, Morelos. Dos meses de noviazgo fueron suficiente para que decidieran juntarse. Tuvieron seis hijos, tres murieron, los tres no lograron vivir más de un año. De los tres que viven de ninguno se hacen cargo.
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Hace 10 años decidieron quedarse a vivir en Acapulco : su esposo pinta las artesanías y Albina todos los días a las 11 de la mañana a caminar 10 kilómetros de playa ofreciendo a los turistas los jarrones, los platos y demás figuras.
Albina es una mujer bajita de estatura, robusta, con su cabello largo y con la piel curtida por tanto sol. Albina viste como lo hacen las mujeres de su pueblo: con enaguas, mandil y huaraches de plástico.
Casi todos los lunes y miércoles, de cinco a seis de la tarde, hace una parada en la playa Magallanes. Deja de vender sus artesanías y se pone a estudiar. Albina es una de las estudiante de la Academia de la playa que fundó Jovita Cavigelli a inicio de este año.
El maestro Francisco Camacho es uno de los encargados de dar las lecciones.
Albina quiere aprender a leer y a escribir porque, dice, ya se cansó de siempre estar preguntando dónde está ubicado el autobús que la lleve a su pueblo. También, dice, aprender a leer y escribir es un pendiente que tiene: le hubiera gustado mucho ayudarle con sus tareas a sus hijos.
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Esta tarde de noviembre, el profesor Francisco le puso 8.5 de calificación. Albina aprendió a deletrear la oración “Ramón corre rápido”.
Clases a la orilla del mar
La Academia de la playa no es otra cosa que un par de toldos y sillas prestados y tres pintarrones montados a la orilla del mar. Seis profesores y profesoras voluntarios enseñan a leer, escribir, matemáticas, inglés y regularizan a los vendedores ambulantes y a sus hijos.
Las clases son todos los lunes y miércoles; no hay un calendario establecido. Las clases dependen de los estudiantes y los estudiantes de los turistas. Si las playas están llenas de visitantes, los vendedores ambulantes y sus hijos prefieren seguir recorriendo las playas. Cuando el turismo se esfuma, las sillas de la academia se llenan de nuevo, sino deciden irse a sus pueblos.
Regularmente asisten unos 15 estudiantes, entre adultos, adolescentes y niños. La mayoría va aprender a leer y escribir. Casi todos provienen de comunidades de la región de la Montaña donde la pobreza, la marginación, la falta de empleos los ha obligado a salir huyendo en busca de un ingreso. Y cuando salen dejan todo, incluido los estudios.
En 2018 el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE) presentó un estudio que indica que los pueblos originarios tiene tres veces menos posibilidades de que aprendan a leer y escribir. Guerrero es la entidad con mayor rezago educativo en sus pueblos originarios: 30 por ciento de sus pobladores son analfabetas.
Ese estudio muestra una de las razones del rezago: de las 29 mil escuelas que hay en este sector, sólo 2 mil cuentan con profesores bilingües, es decir, que hablen alguna de las lenguas maternas; en el resto probablemente niños y profesores no se entienden.
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En general en Guerrero 14 de cada 100 personas mayores de 15 años no sabe leer ni escribir; duplica la media nacional según el Inegi.
Jovita Cavigelli
es la fundadora de la Academia de la playa. Cuenta que decidió montarla después de tener contacto con muchos de los vendedores ambulantes. Descubrió que no sabían leer ni escribir y que muchas veces son engañados por esa razón.
“Esa condición los pone muy vulnerables y la idea es darles las herramientas, capacitarlos para que mejoren en sus ventas y en su vida diaria”, explica Jovita.
Quedó prendida del puerto
Jovita Cavigelli llegó a Acapulco por primera vez en 1997 para organizar el arribo de un barco con ayuda humanitaria. En eso estaba, cuando el huracán Paulina arrasó con el puerto: 200 personas murieron, más de 60 mil casas se dañaron y unos 200 mil se convirtieron en damnificados, según el recuento oficial.
Jovita no fue indiferente, mucha de la ayuda que llegó en el barco la canalizó para los damnificados. No quedó satisfecha. Se acercó directamente; los conoció, conoció su desgracia, ayudó a muchos enterrar a sus familiares. Conformó grupos de ayuda, de capacitación y también para alfabetizar.
Albina, de 52 años, aprende a leer y a escribir orientada por Jovita y los voluntarios.
Fue una temporada corta, Jovita tuvo que regresar a Suiza a su trabajo y con su familia. Sin embargo, construyó un lazo especial con Acapulco y nunca lo borró de sus planes.
Después de 16 años, en 2013, Jovita volvió y se encontró otra vez con la tragedia: el huracán Manuel y la tormenta Ingrid azotaron a Acapulco y gran parte de Guerrero.
Igual, no fue indiferente: volvió a acercarse a los damnificados. Fue a la colonias de la periferia a formar grupos de capacitación y de alfabetización.
Esta vez decidió que su paso por Acapulco no sería pasajero. La belleza del puerto, su clima, su comida pero, sobre todo, su gente y sus necesidades la obligaron replantearse su vida.
Primero compartió su tiempo entre Suiza y Acapulco. En el puerto visitaba comunidades, colonias, en Europa hablaba con sus amigos de lo que veía acá y pedía ayuda.
Un día de 2014, en una de las banquetas de las Costera Miguel Alemán se encontró con Víctor, un joven que desde hace meses vivía y dormía en las calles. En el primer encuentro fueron a comer tacos, después lo llevó a comprar ropa y a bañarse, a cortarse el cabello. Luego se vieron para comprar material para Víctor trabajara lavando carros.
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Víctor es de Guanajuato, meses atrás fue deportado de los Estados Unidos. Llegó a México sin dinero, vagó hasta llegar a Acapulco. No quería llegar a su casa, sentía vergüenza de no haber cumplido “el sueño americano”.
Con ayuda de Jovita, Víctor se recuperó, lavó muchos carros, juntó dinero y ahora está de vuelta con su familia en Guanajuato.
La experiencia con Víctor hizo entender a Jovita que muchas veces la ayuda es mejor cuando llega antes que los problemas.
También enseñan inglés
Esta tarde de noviembre, a la Academia de la playa llegó Tomás Mayo, un hombre de 70 años originario de Copala, municipio de la Costa Chica de Guerrero. Es un norteño afro: el hombre tiene la piel tostada e invariablemente viste con botas vaqueras, sombrero, camisa de gallos y toros, pantalón de mezclilla y cinturón piteado.
Todos los días recorre las playas ofreciendo a los turistas canciones. Este día, llegó puntual, con tiempo para ayudar a acomodar las sillas y las lonas. La razón de su puntualidad: sólo tocó una canción desde las 11 de mañana cuando comenzó su recorrido desde la playa de la Diana hasta Las Hamacas de ida y vuelta. Cada canción la cobra a 35 pesos, pero la de hoy a 20, se la cantó a su vecina que, dice, se la pidió más por ayudarlo.
Tomás llegó a la clase de inglés. Quiere aprender por dos razones. Una porque los gringos y canadienses son los que mejor pagan y, en Acapulco, son cada vez más escasos. Así que quiere dar mejor servicio y no sólo decirles “romantic music” o “music for dance”.
Aunque la razón principal de aprender inglés es porque está planeando ir a Canadá en los próximos meses a visitar a la hija que tuvo con una canadiense que conoció en la playa. Desde hace muchos años, lo invita y ahora está decidido a ir.
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Tomás trabaja en las playas de Acapulco desde los 70, desde entonces trata de no faltar un día. De la playa y sus canciones, dice, sacó adelante a sus ocho hijos.
Violencia no la atemoriza
Después de la experiencia con Víctor, Jovita decidió montar el restaurante Viva Jovita. La principal razón era dar trabajo a jóvenes y personas pobres.
Aunque la idea, no sólo era dar trabajo, sino que aprendieran un oficio y tomaran nuevos hábitos como la puntualidad, limpieza, disciplina, capacitarlos para ocupar cualquier trabajo en cualquier lugar.
Viva Jovita duró hasta 2017 cuando Acapulco entró en una de las tantas crisis de violencia e inseguridad. Era abril de ese año, en gran parte de la costera Miguel Alemán se soltaron balaceras. Los turistas de ausentaron incluso, recuerda, hasta los mismos acapulqueños tardaron unos días para recuperar su vida cotidiana.
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Fueron días complicados para Jovita, estaba sola en Acapulco. Medió los riesgos y determinó que era mejor cerrarlo, regresar a su casa después de la 1 de la mañana era mucho peligro.
—¿Sus familiares qué le dicen de estar en Acapulco?
—Mi esposo me ha dicho que a qué vengo a Acapulco sabiendo como está de peligroso.
—¿No le da miedo?
—Cuando tú sabes cuál es el lugar dónde debes estar, no debes tener miedo. Una vez hubo una balacera muy fuerte en la costera, después de eso comencé a caminar con miedo hasta que dije que no podía estar acá cumpliendo con mi misión con miedo, tengo fe en que Dios me protege y, claro, me cuido mucho.
Acapulco ya lo tenía incrustado, nunca pensó en dejarlo, sólo tomó una pausa. En ese tiempo comenzó a visitar la playa, vio a los ambulantes y sus hijos. Se acercó a Fermina que con sus dos hijos recorría la playa vendiendo artesanías. Descubrió que no sabía leer ni escribir y los niños tenían muchos problema en su aprendizaje. Conoció sus carencias: cómo toda una familia utilizaba una sola toalla, o como el techo se les venía abajo. Comenzó ayudarlos y darles clases. Ahí vislumbró el proyecto que quiere para Acapulco: una Casa de Día, donde los hijos de los ambulantes puedan hacer sus tareas, tener algo de comida y un lugar seguro mientras sus padres trabajan.
Jovita como mucho trabajo constituyó su organización civil Pro-Poors para recabar recursos para constituir la Casa de Día. Mientras procura la Academia de la playa porque sabe que la ayuda debe llegar antes que los problemas.