Xalapa.— Su estirpe decía que debía ser un perro ganadero, fuerte y de campo, pero su instinto de fidelidad y protección llevaron a Mosho, un pastor australiano blue heeler, a convertirse en el refugio emocional de niñas y niños en situación de violencia.
Con su pelaje negro entrecano, porta uniforme, botones contra la No Violencia, e incluso el listón naranja, y desde hace dos meses forma parte de los colaboradores del Centro de Justicia para las Mujeres del Estado de Veracruz, un lugar donde buscan acabar con el círculo de violencia.
Un verde pasto, una pelota roja y su entusiasmo que le hacen correr y brincar son suficientes para arrancar una sonrisa a pequeños que dejan por momentos la ansiedad, miedos, falta de confianza e, incluso, la agresión, enojo y hostilidad que sienten ante los maltratos y violencia que enfrenten o viven junto con sus madres.
“Les da paz, les da tranquilidad y los niños juegan y vienen con gusto. Muchos niños a veces no querían regresar a las terapias y ahora les emociona ver al amigo”, describe la coordinadora de la institución pública ubicada en la ciudad de Xalapa, Irma Hernández.
Mosho es un nuevo rostro amigable del Centro de Justicia, un lugar donde se concentran en un mismo techo servicios para brindar atención a mujeres y sus hijos, incluso con dormitorios donde pueden refugiarse por 72 horas antes de recibir ayuda a largo plazo.
“Las mamás están contentas, muy contentas porque además tenemos un área donde juegan los niños y al ver a sus hijos contentos y que vienen a una terapia y están a gusto, están felices”, afirma.
Su caminar es alegre, la confianza con la que se mueve Mosho oculta aquella cola mocha, esa que hace un año y medio debieron cortar para que pudiera nacer y no morir en el intento.
“Notaba que en las tardes nuestra compañera dejaba a su perrita en el patio, hubo un niño violentado y fue el primero que estuvo con el perro y el niño se veía feliz”, rememora la coordinadora, quien lo arropó.
El animalito que ama las galletas Marías fue un remanso para aquellos pequeños que buscaban una salvación, un refugio en sus vidas violentas.
El equilibrado can se convirtió, por puro instinto, en una mascota de soporte emocional y hoy es entrenado para reforzar sus habilidades y ayudar a los menores víctimas.
“Los niños lo abrazan, los niños son felices”, dice Paloma, quien conoció a su compañero bajo el nombre de Mocho, por aquello de su cola, pero gracias a los empleados ahora es conocido como Mosho.
Es un trabajo arduo entretener a los menores mientras sus madres ingresan al círculo de protección, que va desde detección de la violencia, valoración de riesgo, redes de apoyo, denuncia, medidas de protección, atención médica y sicológica. Y más cuando los propios niños son las víctimas directas.
Por las tardes, a Mosho se le ve exhausto y descansando, pero siempre contento.