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Tijuana.— Desde el centro de Tijuana, en medio de una de las principales avenidas, parte un bus que además de distribuir a las familias a diferentes puntos de la ciudad y hasta Tecate, también lleva a migrantes a los poblados escondidos entre el desierto y los cerros, en la frontera norte, sobre la carretera rumbo a Mexicali; un par de kilómetros del otro lado del muro está Estados Unidos.

Marvin, un joven de apenas 16 años, llegó desde Honduras. Su primera noche en la ciudad durmió frente al mar, al pie de un refugio que no le abrió las puertas, sobre cartones tendidos en el concreto, cobijado por un frío de seis grados.

No llegó solo, con él viajó otro grupo de migrantes, casi todos paisanos, un par más de Guatemala y uno de El Salvador. Se conocieron en una redada de la Policía Federal en Chiapas, de la que escaparon escondiéndose entre matorrales; desde ese día no volvieron a separarse hasta que se toparon con la muralla que divide México y la Unión Americana.

En Tijuana durmieron donde pudieron, los primeros días en un refugio improvisado con maderas podridas y un techo destartalado, donde los obligaron a ir a una primera comunión. Ahí estaba Melvin, otro de ese grupo, un dreamer que terminó deportado luego de pasar por prisión, con sus tatuajes de la Santa Muerte, sentado entre señoras que no paraban de rezar.

Brincar al otro lado. A unos días de haber llegado a esta frontera, decidieron que era el momento de cruzar, era domingo. Mico lo hizo en Playas de Tijuana; el plan era trepar el metal de más de cuatro metros de altura, lanzarse sobre la arena del otro lado y mezclarse entre los turistas que caminan a la orilla del mar. Así lo hizo, no funcionó.

El resto del grupo se abrazó del metal oxidado empujando sus rostros por las rendijas entre uno y otro metal de la valla, parecía que la iban a atravesar, miraban de lejos a su amigo mientras era custodiado por oficiales que lo arrestaron.

—¡Hijos de p...! ¡Soltalo, soltalo! —les lanzaban mientras lloraban.

Aun con la nostalgia decidieron irse. No eran el tipo de migrantes que cargan dólares para pagar coyotes o que tienen dinero y tiempo para vivir durante meses en México para esperar a que el gobierno estadounidense les permita pedir asilo. Ellos son de los que toman decisiones, y ese día eligieron irse en bus a El Paso del Águila.

Caminaron desde Playas de Tijuana hasta una pequeña parada, pagaron 15 pesos a un camión que los llevó a unas calles de donde parte el bus amarillo. Por 300 pesos, se subieron, tomaron asiento y durmieron en el camino. Se bajaron unos 40 minutos después, a unos pasos de la única tienda sobre la carretera en ese poblado, el resto del paisaje eran casas desperdigadas.

En El Paso del Águila están acostumbrados a esas escenas. Hombres y mujeres, a veces con niños, que llegan con todo lo que tienen sobre la espalda. Compran agua, tortillas, leche, electrolitos y atún para sobrevivir a una caminata hasta el muro.

Mientras ellos empuñan su última cena, unos taquitos de chicharrón, la mujer que atiende les advierte que tengan cuidado.

—Uno se da cuenta, sabemos a qué vienen… pero es bien triste porque, verá, se van y luego regresan con la sangre en su rostro y rotos en llanto, allá en medio de los cerros los esperan armados y les quitan todo. Por favor, cuidado.

Al caer la medianoche, bajo un clima de casi tres grados, tendieron la ropa y las cobijas que les regaló la dueña de los abarrotes para pasar la noche sobre algodón y cemento. Bajo un pequeño techo que los protegió de la lluvia de ese día, a las 4:00 horas se despidieron; dos decidieron regresar, el resto caminó hacia el muro a probar suerte.

Ese era el Paso del Águila, y a unos 20 minutos está El Hongo, otro poblado en medio de la nada al que la gente va por dos motivos: a cruzar el muro o a visitar a los presos del sistema penitenciario. Ahí sólo hay un Oxxo, pero justo en medio de ese pedazo de tierra sepultada en polvo, y nieve en invierno, es donde cruzan los migrantes y donde también hallan coyotes o polleros.

Desde una motobici, una especie de taxi que tienen su parada en la esquina de la única tienda de autoservicio, que te cobra 350 pesos por llevarte a Jacume, otro pueblo a unos 5 kilómetros que desde hace décadas es una de las rutas principales. Apenas en febrero pasado la FGR realizó un operativo y aseguró una casa, casi mansión, clavada en ese ejido, supuestamente era una casa de seguridad relacionada con una red de tráfico de personas.

—Si viene sola —dice el hombre dueño de las tres motobicis del poblado— puede pagar el ride allá (Jacume), pero si no, pregunte por aquí, siempre hay quien la reciba y la cruce, nomás depende de cuánto trae. Primero baja la voz, y desde su silla bajo una lona azul convertida en techo, dice: pueden ser 5 mil o hasta 7 mil dólares.

Desde la esquina otro hombre observa. Es un señor de cuerpo grande y cabello plateado. Con señas y un manoteo se acerca cuando se da cuenta de que la conversación terminó. Sin pensarlo y con mucho tino, pregunta y se responde solo.

—¿Ocupa cruzar? ¿Quiere ir a Jacume? ¿Cuánto le querían cobrar? Yo la llevo por 300.

Luego, sin que nadie le pregunte, explica que ése es el precio común por llevar a la gente al siguiente pueblo, desde donde cualquiera puede brincar. Allí, ese caserío sin ley, parte del muro, no es más que una lámina vieja que no mide más de tres metros. Hay una estación pequeñita donde al menos una unidad de la Patrulla Fronteriza está siempre; lo más atractivo para los migrantes es que una vez cruzado el muro, la carretera está a 500 metros.

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