Mariposas negras comienzan a grabarse en la muñeca de Krystal, una joven hondureña que se encuentra recostada en un tendido de cobijas sobre concreto. A pesar del dolor que le causa la aguja clavada en su brazo una y otra vez, no se mueve, prefiere que Marvin termine su obra de arte en piel, el último de los cuatro tatuajes que tiene.

Este estudio improvisado se encuentra enclavado en la esquina del albergue para migrantes centroamericanos que fue habilitado por el gobierno de Tijuana, en la Unidad Deportiva Benito Juárez, y donde viven unas 6 mil 200 personas desde hace más de dos semanas.

Un “piiiiiiisss” nos deja de escucharse, el sonido se escabulle desde las cuatro paredes levantadas con lonas de plástico y trenzadas con un par de telas para que nadie interrumpa una de las cerca de 500 sesiones que Marvin ha realizado desde que llegó a la ciudad.

Marvin Gómez es un joven salvadoreño de 21 años, con cabello esponjado y negro, piel trigueña y con acento ni de aquí ni de allá, ni de El Salvador, donde nació, ni de Estados Unidos, país en el que pasó casi la mitad de su vida, entre la escuela su casa y un estudio de tatuajes, donde aprendió a trabajar con la piel.

Mientras termina su último tatuaje de la tarde, cuenta que un mal día la Patrulla Fronteriza se lo llevó. Los oficiales preguntaron por sus documentos y descubrieron que no los tenía, en un par de días estaba a 4 mil kilómetros de la que fue su casa.

En San Salvador, a donde fue deportado, sólo estuvo tres días. “Me vine a Tapachula y ahí estuve como seis meses. Desde febrero hasta ahora que pasó la caravana. Estaba arreglando mis papeles en COMAR [Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados] y cuando pasó la caravana dije aquí aprovecho y me voy”.

No se quiso quedar en aquel país, pues desde que tiene uso de razón las pandillas siempre controlaron las calles. “Me fui de chamaquito, a mi padre lo intentaron asesinar y a mi hermana también la intentaron matar. A mí me amenazaron”.

Sobre su trabajo en el albergue, dice que desde que llegó calcula unos 500 tatuajes, desde flores, mariposas, calaveras, y una que otra “santa muerte”. Reconoce que en los migrantes lo más común no es un diseño sino un nombre: el de la mamá.

“A pesar de todo siempre buscan hacerse del nombre de su madre, todo mundo me busca con ‘el nombre de mi mamá’. A pesar de que se alejaron de su familia siempre la quieren llevar con ellos aunque sea tatuada, dicen”.

¿Tienes el nombre de tu mamá?”, le pregunta a Krystal. Sí, responde.

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