El trabajo de un criminólogo en una ciudad como Juárez es agotador. Desde principios de los años 90, Óscar Máynez está involucrado en esta tarea. Como director de los Servicios Periciales y Ciencias Forenses de la Fiscalía del Estado de Chihuahua, ha trabajado en diversas áreas, incluyendo la investigación de campo.
En este lugar los crímenes han sido tantos y tan constantes que ya no se conocen como casos aislados. En esta frontera del norte, la violencia se recuerda por periodos con ciertos patrones criminales: Las muertas de Juárez (1993), Las y los desaparecidos de Juárez (2008) y la denominada Guerra contra el narcotráfico, una cruzada emprendida por el gobierno de Felipe Calderón. En agosto de 2009, Ciudad Juárez obtuvo el título de La ciudad más violenta del mundo por parte del Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública (CCSP).
“Ciudad Juárez es un desierto, pero también es un mar, porque cuando los criminales se deshacen de sus víctimas y las arrojan allí, no necesitan enterrarlas, ya que el mar del desierto las consume inmediatamente”, cuenta Máynez.
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Como “rastreador de la violencia”, Máynez relata cómo, en ocasiones, al examinar los restos óseos abandonados en el desierto por el crimen organizado ha encontrado fósiles que no corresponden a restos humanos. Estos son vestigios de un pasado geológico que silenciosamente narran la historia de un mar de aguas cálidas y ricas en biodiversidad.
Otros que también buscan... y encuentran
Héctor Hawley Morelos es otro intrépido explorador en el desierto, pero su búsqueda está impulsada por la investigación criminal. Como perito policial con 24 años de experiencia, su trabajo consiste en acudir a los lugares donde se comete un delito, procesar esos sitios y buscar pistas que ayuden a determinar la mecánica del crimen.
Al igual que su colega Máynez, durante sus investigaciones como oficial de policía, Hawley Morelos se encuentra con “objetos o características peculiares en las rocas, en medio de la diversidad topográfica... cosas muy extrañas dentro de nuestro espectro de conocimiento”.
Sin pretenderlo, los expertos en criminología han ampliado su instinto sabueso hacia un vasto lecho paleontológico. Muchas búsquedas de cuerpos asesinados, incluso aquellas realizadas por ciudadanos que buscan familiares o amigos, abarcan hasta siete kilómetros de minucioso escrutinio de la superficie del Valle de Juárez o Anapra, por lo que no sorprende que los buscadores hallen a su paso evidencias paleontológicas que narran la historia de un territorio que fue hogar de dinosaurios e incluso sede de bosques que hoy están petrificados, cuenta el doctor Jesús Alvarado Ortega, investigador del Departamento de Paleontología del Instituto de Geología de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
Alvarado afirma que antes de la formación de los océanos como los conocemos hoy, en esta región fronteriza coexistieron faunas que habitaban en el mar interior de Norteamérica y en el mar de Tetis. “Son estos vestigios fósiles que se extienden desde la frontera de Canadá hasta el extremo sur de México, los que contribuyen a la riqueza de fósiles marinos en los diferentes estados”.
Los paleontólogos se refieren a la “enfermedad de la piedra” como la compulsión de búsqueda de registros paleontológicos que invade a quien encuentra un fósil. Este mal podría haber afectado a Hawley Morelos, quien confiesa que los negativos de conchas, insectos y algas petrificadas lo han convertido en un coleccionista asiduo de piedritas.
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Los caminos del desierto
En el vasto y silencioso desierto del Valle de Juárez, en pleno siglo XXI hombres y mujeres persiguen diferentes destinos y transitan por polvosos caminos. Un ejemplo es el de Jorge Delgado Hernández, agente del Ministerio Público con 12 años de experiencia en la investigación de feminicidios. Al igual que su colega Máynez, su trabajo está inmerso en el contexto criminal, pero confiesa que a menudo se encuentra con restos prehistóricos, que son reportados al Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).
Delgado Hernández relata cómo frecuentemente participa en expediciones de búsqueda que pueden durar hasta tres horas y contar con hasta 40 personas a bordo de convoyes, llegando a lugares “donde hace años que un humano no pisaba por la peligrosidad y lo agreste del terreno. Aquí encontramos de todo; hombres, mujeres, migrantes, a veces incluso casquillos”, dice.
Recuerda que, en cierta ocasión, una de las acciones que implementó junto al doctor Hawley fue recoger objetos que llamaran su atención, como elementos brillantes, piedras entre las paredes y helechos fosilizados. Sin embargo, debido a la presencia frecuente de animales muertos, como vacas, es difícil determinar si corresponden a alguna especie prehistórica.
“En el valle, la gente siempre dice: donde quiera que vayas, encontrarás un hueso así”, destaca Delgado Hernández. “Por ejemplo, durante los rastreos a veces pensamos que son chicas que desaparecieron en 2008, 2010, o incluso antes, pero los pobladores siempre aseguran que aquí siempre encontrarás huesos sin importar el año”.
Niños
En 1972, Camilo Robles Quiñonez era un niño que deambulaba entre los caseríos del desierto y jugaba con sus amigos en las parcelas, las lomas de arena y los mezquites. Camaleones, lagartijas, liebres y escarabajos eran sus compañeros en el poblado de San Agustín, en el Valle de Juárez, cerca del río Bravo.
En el centro de este mundo infantil una presencia quedó grabada en la memoria de Camilo: El Profe Robles, su maestro de primaria que, según cuenta, poseía un don especial para abrir los ojos de los niños respecto al mundo que les rodeaba.
Manuel Robles Flores, conocido como El Profe, llegó por error a estas tierras en 1959. Robles no sólo fue el primer maestro en llegar a este rincón del mundo, sino que también fue posiblemente el primero en prestar atención al pasado remoto de la región. No concebía la educación sin motivar a los niños a observar, oler y tocar su entorno.
Las expediciones que organizaba el maestro dieron como resultado que los niños regresaran con los bolsillos llenos de piedritas que resultaban ser testimonios de organismos oceánicos petrificados, evidencia de que en un pasado remoto la zona había sido un mar. “Recuerdo que El Profe les echaba saliva para ver si eran fósiles o simples piedritas”, rememora Camilo.
Las actividades al aire libre después de las clases. “Era emocionante salir a caminar, buscar, encontrar y llevar al día siguiente los hallazgos a la escuela”, dice Camilo.
Flor en el desierto
El Valle de Juárez, una región marcada por el dolor y la injusticia de episodios violentos, alberga también una comunidad resiliente, fortalecida por las enseñanzas de Manuel Robles. El maestro, quien falleció hace tres años, realizó una importante labor en la protección y preservación de tesoros históricos.
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En 1982, con la construcción de una nueva escuela, el antiguo edificio se convirtió en custodio de fósiles recuperados, dando lugar al Museo Regional del Valle de Juárez, el primero en la frontera en poseer una vasta colección de la era paleozoica, testimonio del legado de conocimiento sembrado por Robles.
Sus alumnos reconocen que El Profe dejó un legado de esperanza por su capacidad de redireccionar a los jóvenes en un contexto de violencia hacia un camino de respeto y redescubrimiento de su región. Guadalupe, Camilo y Francisca, que alguna vez fueron partícipes de una comunidad sitiada por la guerra contra el narcotráfico, celebran hoy su transformación en ciudadanos comprometidos con su entorno.
Por su labor incesante, Robles fue apodado El Guardián. A través de la educación y la promoción del amor por el aprendizaje y la naturaleza, demostró que la curiosidad y el deseo de conocimiento pueden ser agentes transformadores, incluso en adversidad. Como una flor en el desierto, el legado de Robles es un recordatorio de la resiliencia humana y la búsqueda continua de un futuro mejor. Este proyecto de Historias Sin Fronteras fue desarrollado con el apoyo del Departamento de Educación Científica del Instituto Médico Howard Hughes e InquireFirst.