San Pedro y San Pablo Ayutla.- El olor del incienso que se extiende con el viento y la luz de las veladoras reflejada en las flores de los altares marcan el momento de llegada de los muertos a San Pedro y San Pablo Ayutla, en el distrito Mixe de Oaxaca , el 1 de noviembre.
Es sólo a partir de ese instante en que se sabe que los fieles difuntos ya están entre los vivos. Las abuelas, los abuelos, las tías y los tíos, los ancestros que nadie conoció, así como los seres queridos que partieron por diversas circunstancias, incluida la pandemia por Covid-19 ; todos sin distinción son solemnemente recordados y convidados al festín que con gran cariño sus familiares les han preparado.
“Es momento de hacer comunión con la familia. El 1 de noviembre es un momento de unión, aunque estés enojado con alguien de tu familia, ese día olvidas todo y convives con tu familia y los muertos”, explica Joaquín Galván , quien este año es el encargado de organizar el ritual de celebración de su casa.
“El Día de Muertos es una de las cosas que nos hace sentir que tenemos un hijo invisible que no vemos. Eso es lo que significa para mí mantener estas fiestas, es el sostener el vivir comunitario”, señala.
Pero las fiestas no comienzan aquí. Para muchos, el 1 y 2 de noviembre es la culminación de varios días de preparación y la fiesta más esperada del año, más que la Navidad. La forma en que se celebra el Día de Muertos adquiere formas distintas para el pueblo ayuujk dependiendo del municipio, la comunidad e incluso, la familia en cuestión.
Para la familia Flores Obregón, el ritual inicia desde días antes, cuando acuden a arreglar las tumbas , limpiarlas, poner flores y las ofrendas. Conforme se acerca el 31 de octubre, se lleva a cabo el acto de ofrendar guajolotes, gallos o los animales que serán consumidos por vivos y muertos. Con oraciones, mezcal y tepache, se pide que la familia esté bien.
En las tumbas se ofrendan alimentos a los muertos y muchas personas conservan la costumbre de no tocarlos, por respeto. Foto: Mario Arturo Martínez. El Universal
“Nos dividimos el trabajo entre toda la familia. Cuando empieza el mercado se va a comprar lo que se consume o produce en la región para poner en la ofrenda: naranja, plátano, tejocote, flores. Generalmente nos dedicamos el 31 a poner el altar, alguien corta las flores, alguien va poniendo el altar. Queda la forma ese día y se van agregando el 1 [de noviembre] en la mañana los guisados calientitos.
Muy temprano, hay que ir al panteón para traer a las almas. Se desayuna entonces muy temprano con tamales de mole amarillo típicos de la zona, envueltos en hoja verde de maíz. En algunos lugares se hace el tradicional caldo mixe, el cual se coloca primero en el altar, para los muertos y posteriormente se sirve a los miembros de la familia.
“A las 12 viene la banda de música , se hace una misa en la iglesia y se recibe a los difuntos. Se ponen las velas, el incienso, se les da la bienvenida en ayuujk y en español se les da la bienvenida a los difuntos y los abuelitos que no conocimos”.
A partir de ese momento y hasta que los fieles difuntos partan de regreso a su morada, muchas personas conservan la costumbre de no tocar ningún alimento de la ofrenda, en respeto a los difuntos, que deben ser los primeros en comer.
Hay quienes tampoco barren aunque esté sucio, a partir de la llegada de las almas, porque las abuelitas decían que los muertos llegan y dejan sus sombreros, mismos que deben estar en el mismo lugar cuando se vayan.
Las tumbas de los difuntos son adornadas con flores y comida. Foto: Mario Arturo Martínez. El Universal
La tradición de esta comunidad enclavada en la región Sierra Norte , a 2 mil 40 metros sobre el nivel del mar, data de tiempos inmemorables. Dicta que el 1 de noviembre por la noche pequeños grupos de personas o familias enteras vayan rezando y cantando de altar en altar, de casa en casa. Un canto en especial, dicen, sirve para llamar a los difuntos.
Dependiendo de la casa en cuestión, el acceso puede que sea por invitación o libre; hay quienes pueden ser por invitación o por libre acceso.
Al terminar los rezos, una o dos personas comisionadas se encargan de levantar el altar y repartir equitativamente la ofrenda entre todas las personas que asistieron. Antes, cuentan, era común que la gente llevara costales grandes que al final de la jornada terminaban llenos de frutas de temporada, chayotes y elotes cocidos, pan de muerto, cacahuates y barbacoa.
“Es muy bonito desde niña andar en casa, esperar a las visitas, a todas las personas que vienen a convivir como familia, es algo muy bonito que, si estás en otra parte, lo extrañas”, comparte Brenda Martínez Ruiz, quien recuerda que solía pasear por los altares la noche del 1 de noviembre, rezar y poner dulces en otros altares.
Este año no le tocó salir sino esperar en casa, con su altar familiar. Dice que ahora quiere enseñar a sus hijos a que conserven la tradición.
Al día siguiente, el pueblo se prepara para salir en procesión hacia el panteón municipal , acompañado de la banda de viento, tradicional de los pueblos serranos de Oaxaca.
A mediodía del 2 de noviembre inicia la misa en el cementerio. Las familias se reúnen ahí por última vez a celebrar con los muertos. Fluye el tepache y el mezcal. Es el momento en que la celebración pasa del ámbito íntimo al comunitario.
“Es algo muy particular de los oaxaqueños, de los Mixes, como algo que se te queda”, relata la familia Flores Obregón; “antes era más solemne, con muchísimo respeto, ahorita con la pandemia, con estar lejos de casa, como que todos están felices de verse, de convivir”.
Termina la misa en el cementerio y así se da por terminada la celebración. Las familias regresan a sus casas y las almas se van, hasta el próximo año.
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