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Puebla, Pue
.- Las muñecas “Tanguyú” , que se regalaban a las niñas el primero de enero en Istmo de Tehuantepec y los animales “chintetes” de Ahuacantlán, realizados con madera de colorín en Guerrero , se resisten a quedar en el olvido.
En un lugar de Puebla, y de la mano de Javier Gómez Marín , los “Tanguyú” y los “chintetes”, junto con más de dos mil 500 juguetes, evocan infancias pasadas y presentes. Y todo en un sólo lugar donde un hombre con alma de niño ha decidido coleccionarlos y evitar el olvido.
Javier Gómez decidió coleccionar los juguetes en un sólo lugar donde y evitar así el olvido. Fotografía: Omar Contreras | EL UNIVERSAL
“Son exclusivamente juguetes que jugaron los niños; juguetes muy baratos que los papás podían comprarlos y los niños podían comprarlos con sus domingos”, describe Gómez Marín, quien durante más de 30 años logró una imponente repertorio.
Por el simple gusto, a lo largo de su vida recorrió y recorre mercados, ferias, tiendas de antigüedades y pueblos para comprar muñecos típicamente mexicanos y elaborados manualmente por artesanos.
“Los juguetes son como la preparación que te va dando la vida para ser adulto, los roles que vas a hacer de adulto”, dice Javier quien posee juguetes elaborados en el siglo XIX hasta la fecha que guarda con un amor de niño.
Fotografía: Omar Contreras | EL UNIVERSAL
El barro, madera, guaje o jícara, palma, tela y hasta cera son los materiales de los utensilios infantiles, la gran mayoría del centro del país: Puebla, Ciudad de México, Hidalgo, Morelos, Estado de México, Guanajuato y Jalisco, aunque también los hay de Guerrero.
“Hay juguetes de todas las edades, para bebés hasta para niños grandes, todos son hechos por artesanos urbanos como campiranos”, detalla.
Hay de todo, desde juguetería de cartón como máscaras, panzones y cascos, hasta muñecas de cera y miniaturas de cazuelas de mole, además de tarrones pulqueros que se regalaban en el pasado a los niños en las pulquerías.
Los más raros de la colección –describe Javier Gómez- son cerámicas de talavera, una especie de juegos de té del siglo XIX y un pescado en miniatura recubierto en oro de Olinalá.
“En su época eran juguetes muy baratos que los podían comprar los papás todos los domingos cuando iban al mercado a la iglesia o a la feria… era un poco incentivar la economía local de la gente, era una forma de que el dinero se quedara en la comunidad”, cuenta.
Fotografía: Omar Contreras | EL UNIVERSAL
Aprecia los animales de Ahuacantlán y Temalacatzingo, conocidos como Chintetes, porque –explica– son realizados con madera de colorín en la cual se tallan a mano, que los convierten en una proeza de diseño, ya que no se encuentran dos iguales y cada uno en forma y colores tiene características propias.
“Algo inédito en nuestro mundo moderno donde todo está igual, estandarizado y fabricado en serie. Estos animales antiguamente se recubrían solo con laca natural, hoy en día la mayoría son decorados con pintura de aceite comercial”, afirma.
En Ahuacatlán, Guerrero, aún se elaboran los antiquísimos juguetes con formas de animales y seres fanáticos, pintados con anilinas de colores y con un movimiento maravilloso de su patas, montadas en un palo de madera, dice.
Ama las Tanguyús del Istmo de Tehuantepec, que antaño se pintaban con tierras blancas y doradas extraídas de los cerros cercanos a Tehuantepec y fueron famosas por sus estilizadas formas que hacían recordar la cerámica de la isla de Creta.
Recuerda que para los niños se regalaban jinetes o charros, montados en caballos, igualmente de barro pintados de blanco y dorado, o con variantes de color azul como se hacían en Juchitán, estos charros llevaban el mismo nombre.
Ahora, se lamenta, es bastante feo que se regala un juguete de este tipo a un niño moderno o a los millennials y ni siquiera los aceptan e incluso es discriminatorio ver a un niño con un juguete como este porque “creen que el papá no tiene dinero para comprar juguetes”.
Y recomienda: “es necesario que los Reyes Magos lleven a los niños de ciudad estos juguetes para inculcarles las raíces de sus papás”.
Fotografía: Omar Contreras | EL UNIVERSAL
jno