Tuxtepec.— Jaime Manuel Yáñez López podría ser todas las voces contenidas en la materia oscura, por ejemplo, el sonido que hace la luz cuando toca con sus manos de negro las cuerdas del arpa, esa caja armónica que unida a su cuerpo podría definirlo, excepto que también es grabador, dibujante, escultor, pintor, decimista, sonero, poeta gráfico y versador.
Llegó a la Cuenca del Papaloapan en 1977, siguiendo a su hermano Antonio Yáñez, un agrónomo que trabajaba en el ingenio azucarero de San Cristóbal, en Cosamaloapan, Veracruz.
Su hermano le dijo que del otro lado del río, en Oaxaca, estaba una ciudad calurosa donde tocaban son jarocho y al alcohol con caña le ponían canela; podían verse garrobos en el estero de los cauces, negros mestizos montando a caballo y mujeres que con su baile hacían crujir las tarimas; fandangos y música en los patios de las casas, y mitos de campesinos hechiceros que aventaban sal a la tierra para detener los rayos cuando llovía.
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Volverse músico y nahual
Jaime, creyente del horóscopo y del destino marcado por la cartografía del cielo, un Tauro con ascendente en Géminis y Luna en Sagitario, buscaba el arte y la belleza. Su hermano Ricardo, poeta reconocido a nivel nacional, 12 años mayor que él, fue su primera inspiración.
Jaime tenía 17 años de edad y quería estudiar arquitectura, era un adolescente desbordado que tocaba música latinoamericana y requintos; fue oyente en clases de guitarra en la Escuela de Música de la Universidad de Guadalajara y era seguidor de Atahualpa Yupanqui.
Cuenta que quería un lugar tranquilo dónde volverse músico y nahual. Tuxtepec le recordaba a su madre negra. Amó a Tuxtepec desde entonces.
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Pedro Reyes, un viejo laudero que vivía a orillas del arroyo Moctezuma, fue su primer maestro en el arte jarocho. Aprendió en su taller a elaborar arpas y jaranas, el destino que Jaime Yáñez consideraba manifiesto: “Ese tal Jaime Manuel, por dentro es un cascabel, traía la música pariente”, diría en una de sus décimas.
Por años, Jaime Yáñez se metió a la forja de instrumentos musicales. Descubrió la magia del son en un parque conocido como La Piragua, en una ciudad de fandangos de abajo.
Jaime Yáñez fue el primer laudero que experimentó con metal en la construcción de instrumentos sotaventinos.
Se casó a los 19 años de edad con el primer amor que le dio su nueva tierra y sembró dos hijas.
Se incorporó al movimiento jaranero que surgió en Tuxtepec a mediados de los años 80 y se convirtió en un precursor de las formas musicales del son indígena y campesino.
Don Elías y Jaime, canto de juglares
El 1 de abril de este año, el municipio de Tuxtepec le entregó a Jaime Yáñez el reconocimiento Elías Meléndez Núñez a la Tradición Sotaventina, por su contribución a la cultura jarocha en Oaxaca.
Elías Meléndez, el rostro en madera del premio en sus manos, era su amigo en épocas donde pocas personas o gobiernos valoraban la tradición del son como algo que une a los pueblos del río Papaloapan.
“Cada vez que me encontraba a don Elías me decía: ‘Pase, Jimmy, que aquí espantan’”. Entre ellos hubo siempre un juego de palabras y el canto del juglar que se extendió hasta el lecho de muerte de don Elías.
Jaime conoció a Elías Meléndez en el taller de tarimas en la década de los 80, en casa de Pedro Reyes. Don Elías iba en busca de jaranas viejitas.
Cuando no encontraba instrumentos le preguntaba: “¿Dónde está el arco?”, como le decía al arpa que Jimmy tocaba.
Eran tiempos de agua y calor en los que Jaime aprendió la profundidad de la versada con Chico Hernández, un brujo cuñado de Pedro Reyes, quien cuando no curaba los males de espíritus agarraba el requinto hasta muy crecida la noche.
“Yo le hice varias décimas en su lecho de muerte, a don Elías le dieron varios infartos, íbamos a verlo cuando estaba delicado, él soportaba el calor de la casa por la música, su vida había sido el fandango, el son nunca lo vio como un negocio”.
Jarabe loco a Lucifer
Sobre las manos de Jaime hay una carpeta con una portada de 100 carteles cubanos de cine, en el fólder su proyecto más ambicioso: mil rostros geométricos para honrar a los arcanos, el rostro negro e indígena de México creado entre partículas.
Un proyecto sin fondo e infinito que por no poder financiarlo le frustra, le apasiona, lo lanza fuera del mundo, y se vuelve un sonero queriendo atrapar la luz en formas geométricas.
Es un artista plástico que siempre ha estado esperando el futuro. Zoyla, su actual esposa, es un cable a tierra que lo ha salvado de todas las muertes y lo levanta de los pozos a los que desciende.
Jaime tiene una vida sencilla: “Si no fuera músico sería matemático”, dice.
Hace 10 años terminó su preparatoria por correspondencia. Ahora, con 63, estudia en línea diseño gráfico. Da clases de pintura a niños de Amapa, un pueblo de negros negados en la frontera de Oaxaca y Veracruz, es el maestro de la décima ilustrada que hace cartas astrales.
Quizá por eso sea un curandero, un hacedor de conjuros al río, un astrólogo disperso, un explorador de universos geométricos. Un hombre capaz de restaurarse a sí mismo una y otra vez, un cocodrilo que le pone alma al jarabe loco que compuso Lucifer.
Jaime Yáñez lleva 46 años siendo jarocho. Es como el balajú de las Antillas, siempre queriendo tocar la superficie.
Nació en Guadalajara, Jalisco, pero con él suceden cosas que nada más pasan en Tuxtepec, las personas ligadas al río quizá entiendan. A los nahuales como Jaime se les permite nacer en donde ellos quieran.