Chilpancingo.— La huida comienza. Como cada año, unos 800 pobladores, entre adultos, adolescentes, niñas y niños, dejaron su comunidad, Ayotzinapa, en el municipio de Tlapa, en La Montaña de Guerrero, para trabajar durante seis meses, de sol a sol, entre surcos —hincados, de rodillas, en cuclillas— cosechando verduras para ganar algo de dinero que en su pueblo es imposible obtener.

Es el mediodía del domingo, en un crucero sobre la carretera federal Tlapa-Chilpancingo, están estacionados 14 autobuses. Familias completas comienzan a llenarlos. Llegan cargados de costales con lo indispensable: algo de ropa, algunos utensilios de cocina y unos kilos de maíz.

La otra mitad también saldrá en los siguientes tres meses. Lo harán hasta que la comunidad se convierta en un pueblo fantasma. Se quedan los adultos mayores, que cuidarán las casas, los animales y las cosechas.

Ayotzinapa está a unos 20 minutos de Tlapa, la cabecera municipal. Es un poblado lleno de carencias, aunque haya casas construidas con concreto. No cuenta con agua potable, algunas de sus calles apenas están pavimentadas. Ahí sólo se puede estudiar hasta la telesecundaria. No hay empleos; los habitantes viven de lo que les dan sus tierras.

La huida apenas comenzó en La Montaña de Guerrero. El Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan calcula que durante los siguientes tres meses alrededor de 10 mil personas saldrán huyendo de sus pueblos, en La Montaña, en busca de un trabajo. Huyen de la pobreza, de la marginación, de la falta de servicios. Huyen buscando una forma de sobrevivir.

Una migración estatal

Hace un año, en las dos temporadas (enero y septiembre) contabilizaron la salida de 14 mil, pero pudieron ser más porque muchos se fueron por su cuenta.

Las familias de jornaleros salen de los pueblos más pobres de Tlapa, Cochoapa El Grande, Metlatonoc, Xalpatlahuac, Atlamajalcingo del Monte, Alcozacan, Copanatoyac y Tlalixtaquilla.

En los municipios de Chilapa, en la región centro o Tlacoachistlahuaca, San Luis Acatlán y Ayutla, en la Costa Chica, también se dan éxodos similares a los que ocurren cada año en los pueblos de La Montaña.

En total, en todo el estado, cada año migran más de 50 mil personas, calcula Paulino Rodríguez Reyes, encargado del área de migración de Tlachinollan.

Pese a la intensa migración, Rodríguez lamenta la falta de apoyo del gobierno de la morenista Evelyn Salgado Pineda a los jornaleros y jornaleras.

Trabajo sin garantías

Huir como jornalero no implica que habrá una mejora en sus vidas. Rodríguez explica que las condiciones en las que estas 800 personas trabajarán en el estado de Sinaloa no serán favorables. Van, dice, con un “contrato bajo palabra”, algo informal, pese a que la empresa china envió por ellos.

El trabajo es intenso. Rodríguez explica que no cuentan con un salario fijo; les pagan por lo que logren recolectar.

En este caso les pagan por caja. Por cada una, según el tipo de verdura, pueden ganar de 10 a 35 pesos. Al día, calcula el activista, recolectan un máximo de 15 cajas.

Los hijos, la mitad de los que salieron huyendo, no podrán ir a la escuela, pese a que la empresa eso les promete. En realidad, dice Rodríguez, son promotores los que cuidan a los hijos de los jornaleros, que no reciben educación con validez oficial.

La mayoría de los niños que acompañan a su padre y madre a los campos interrumpen sus estudios, y eso ocurre cada año, en ocasiones, hasta dos veces por año.

Ser jornalero y jornalera no es cosa fácil. Hay que levantarse a las cuatro de la mañana a preparar la comida del día. Salir para tomar el transporte para estar listo a las siete de la mañana en la puerta del campo agrícola.

Durante las siguientes 11 horas no habrá descanso, se trabaja sin parar para recolectar lo más posible. ¿Hora de comida? No hay. Los jornaleros y jornaleras comen en unos minutos cuando pueden. No tienen seguro social, salario, prestaciones, nada. La única garantía es que en los campos pueden ganar algo de dinero. Cada peso que ganan lo sufren.

“Uno anda trabajando, oliendo el químico [los fertilizantes o insecticidas que se utilizan]; andas trabajando, estás en el surco y ahí vienen con el químico, y eso lo hacen todos los años, donde quiera que uno va.

“No nos dan un medicamento ni de primeros auxilios; no te ayudan ni para llegar al médico. Si te desmayas ahí te dejan tirado. Si nos fracturamos a ellos les vale, no nos pagan los días si nos enfermamos”, cuenta Hermelinda Santiago Ríos, quien forma parte del proyecto Campo Justo, que trabaja por la dignificación laboral de los jornaleros y jornaleras de todo el país.

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