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Remedios Salazar Ávila, de 72 años, mira con lágrimas las grietas de la casa que construyó con el dinero que sus tres hijos le mandaban desde Estados Unidos. Levantar su hogar fue la promesa que le hicieron cuando se fueron a Los Ángeles, California, de manera ilegal.

Luego del sismo de 7.1 grados, la vivienda no puede ser habitada. Debido a las grietas de más de 10 centímetros, el que fue su hogar por 15 años, tendrá que ser demolido.

Sin embargo, estas afectaciones no son lo único que amenaza la tranquilidad y la vida de Remedios; hace una década le diagnosticaron cáncer en la matriz, tiempo que ha dedicado a trasladarse a la Ciudad de México para recibir radioterapias y quimioterapias.

Le cuesta trabajo hablar sobre su padecimiento, es algo que le duele recordar. “Me han dicho que voy bien, pero todavía tengo que cuidarme y tengo que ir al hospital, a México”, afirma, dando por términado el tema.

Cuando en 2007 avisó a sus hijos sobre la enfermedad, dos de los tres que migraron decidieron regresar. De ganar más de 100 dólares al día por tener dos empleos y trabajar más de 14 horas, hoy se tienen que dedicar al cultivo del sorgo y de maíz, actividad por la que sólo reciben 150 pesos al día.

“Cada 15 días mis hijos me mandaban dinero. Me llamaban y me decían: ‘Tal dinero es para comer, otro tanto para la casa, y lo otro para el banco’”, comenta. A pesar de la precaria situación en la que se encuentran los hijos de Remedios Salazar, le comentan que “volverán a construir la casa, como sea, pero volverán a levantarla”.

Apretando sus manos, y con su casa casi vacía, Remedios sentencia con voz firme: “Voy a salir adelante de todo lo que me ha pasado, primeramente Dios”.

El sismo. Rosario camina en lo que fue su recámara y recuerda que el martes 19 de septiembre se encontraba en la presidencia municipal realizando un trámite para sacar un acta de nacimiento nueva y en el segundo piso, donde se ubica la oficina del Registro Civil, sintió que la banca donde esperaba se cimbró.

“Yo sentí el temblor y a pesar de que me cuesta trabajo caminar, pensé: ‘Prefiero que mis hijos me vean huila [herida], que muerta’. Salí corriendo, no sé cómo, pero salí”.

La mano de Remedios toca una de las paredes que desaparecerá en unos días; en ese lote donde antes hubo una casa de abobe y donde crecieron sus hijos. La pared azul tiene una fisura que deja ver las mangueras de los cables de luz, el movimiento sísmico daño también la instalación eléctrica.

“En la tarde todavía se escucha cómo truena la casa. Me da miedo entrar, por eso, no dejo que nadie entre, nos dijeron que es peligroso”, comenta. A un costado, una fotografía donde posan sus hijos en Estados Unidos yace en el piso y con el vidrio roto. Afuera, toca uno de los miles de tamarindos que la lluvia ha permitido que crezcan; en el pequeño patio, cuatro calabazas se asoman: “Estarán buenas para hacerla en dulce para Día de Muertos”.

Con un delantal con flores, Remedios saca una servilleta y se seca la frente, dirige su mirada hacia su nieta que acaba de llegar con una despensa donada.

“Es lo único que hemos recibido, despensas de gente que gracias a Dios nos ha ayudado, pero nadie del gobierno ha venido. Yo quisiera que nos vinieran a apoyar, sé que no soy la única, pero ojalá y me pudieran ayudar”, sentencia ella.

Cansada, la mujer se dirige a la entrada de lo que fue su hogar. Es tarde y tiene que irse al lugar donde hace más de 15 días vive uno de sus hijos. Mientras a paso lento se aleja, vuelve a sentenciar: “Saldré adelante, primero Dios”.

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