El silbato está gastado. Incluso, algunas partes del latón del que está hecho se han desprendido. No es para menos, durante 40 años ha pasado de generación en generación para anunciar la llegada de cartas de amor, despedidas, malas noticias y cuentas bancarias. Es el silbato de Antonio Villalobos, quien lo heredó de su abuelo, y como su padre, es un cartero del Servicio Postal Mexicano (Sepomex).
“Es mi silbato, me lo heredó mi abuelo”, dice Toño, como le llaman algunos de sus clientes, orgulloso de su identidad y el silbato, que atesora desde que su padre se lo regaló hace 20 años y que utilizó su abuelo en 45 años de servicio.
El artefacto ya no tiene uno de los diminutos tubos que lo hacen sonar anunciando la visita del cartero. Tampoco tiene la argolla de la que colgó, por más de cuatro décadas, la cadena que lo hacía sostenerse del cuello de los Villalobos.
En entrevista con EL UNIVERSAL, Antonio, quien está por cumplir casi 30 años de trabajo en Correos de México, recuerda que el olor y la textura de las cartas fueron parte de su vida desde niño y, sin proponérselo, lo llevaron a que siguiera la tradición de ser cartero.
“Mi abuelito fue cartero, mi papá también lo fue y tengo un tío que también fue cartero. Actualmente, en el servicio nada más está mi hija, que trabaja en ventanillas, y yo. Recuerdo que yo le iba a ayudar a mi papá cuando se acercaban estas fechas del Día del Cartero, le iba a ayudar a la “cosecha”, que es como nosotros le llamamos a los regalos que nos dan este día. Lo acompañaba y le ayudaba a recoger sus los regalitos que le daban”, recuerda.
Su día de labor comienza a las ocho de la mañana, cuando llega al imponente Palacio Postal, instalado en el corazón del Centro Histórico de la Ciudad de México, para alistar las cartas que entregará en esa zona.
Acomoda sus cartas en las “pichoneras” —pequeños huevos en un mueble de madera donde se clasifican las cartas dependiendo las calles, y nombrado así en honor a los nidos donde se guardaban las palomas mensajeras—, que van clasificadas por calle.
Una vez divididas las cartas, las va amarrando en paquetes donde junta las de cada calle que recorrerá. Coloca el morral en la canasta de su bicicleta blanca, mete el legendario silbato al bolsillo derecho de su chamarra azul rey, alista su checador digital y antes de salir de la Quinta Casa de Correos, se coloca frente al altar de la Virgen de Guadalupe y le pide su bendición.
“En Navidad siempre doy un calendario a mis clientes, y por el rumbo donde entrego hay una chica que desde que estaba chiquita salía y me decía: “Oiga, ¿y mi calendario?”, y cada temporada de Navidad le daba yo su calendario; ahora la joven ha de tener unos 20 años y todavía sale por su calendario”, comenta mientras camina junto a su bicicleta.
A unos metros, hace su primera entrega. Los tres pequeños tubos de su silbato se cimbran y una persona sale de manera automática. Es un anuncio familiar, como el que hace el vendedor de camotes, o el ropavejero, en una ciudad llena de sonidos.
Antonio no piensa dejar este oficio en un buen tiempo, es su vida, y reconoce que el sonido del cartero seguirá siendo parte del día a día en la capital del país, a pesar del avance de la tecnología, y la llegada de los correos electrónicos.