Tijuana.-

Irene está sentada a la entrada de la maquiladora en la que trabaja desde hace más de 15 años, lleva su uniforme azul, un overol que ha usado desde el primer día. A su lado alrededor de cuatro hombres también se desparraman en la banqueta e intentan cubrirse del sol, ella es una de las miles de mujeres que fueron a trabajar en una de las fábricas de la ciudad, Tijuana, en medio de un paro nacional para protestar contra la violencia.

“Nomás me dieron dos galletas”, responde para explicar que en su trabajo, el jefe de personal, les dijo a ella y a sus compañeras que podían faltar el lunes para unirse a la manifestación que fue convocada bajo el lema “9 Nadie se mueve”, que intenta evidenciar la ausencia de aquellas mujeres que fueron asesinadas y que nunca regresaron a sus trabajos, escuelas ni casas.

A Irene le explicaron que podía faltar, que en su expediente laboral no habría ninguna repercusión porque no sería contemplada esa falta pero que si no se presentaba en sus labores no le pagarían el día, ni a ella ni a cualquiera de las mujeres que quisieran unirse al paro nacional.

“Tengo dos hijos, cómo voy a faltar, no es mucho lo que me pagan pero si pierdo el día es dinero que no voy a tener para comprar comida o quién sabe, qué tal y me quitan mis bonos de puntualidad…. No, no, no, cómo le hago ahí”, explicó mientras meneaba la cabeza de un lado a otro con su mirada clavada en el concreto de Ciudad Industrial, en Tijuana, una de las tres ciudades con más maquiladoras de México.

A unos cuantos metros de Irene, María Rosa prepara la carne de birria en un puesto que atiende desde hace más de 10 años, justo en la esquina sobre la calle, un pasillo industrial que sostiene un parte importante de la economía de este municipio en el que habitan alrededor de 3 millones de habitantes, según INEGI.

Se despierta cada madrugada a preparar la comida, carga en su camioneta con su restaurante móvil y saluda a miles que se alimentan de lo que ella les ofrece. Este día, dijo, no faltó porque ella es el sostén económico de su familia, de ella dependen su hijo de 18 años y una adolescente de 14.

“Yo no sé mucho de todo esto, pero si pudiera no estaría aquí ¿es como una huelga, no? Es que está bien porque a mí me dejaron con mis hijos ¿y quién les dice algo a esos hombres? Nadie”, explica María Rosa, mientras calienta unas seis tortillas al comal y menea la carne de birria, hace todo, sola, como si fuera un ejército.

Desde que puso su puesto han ido y venido un par de mujeres, cuenta, unas se quejan de las protestas porque dicen que no va a pasar nada, pero del resto, de las que no fueron, se notó su ausencia. Unas decidieron no ir y otras, aunque quisieron, no pudieron faltar; otras más decidieron trabajar porque así lo quisieron.

Una de ellas fue Graciela, una joven de unos 20 años. Ella junto a Mariel, su compañera de trabajo, salieron a mediodía a comprar comida. Caminan afuera de la fábrica en la que trabajan como obreras, ambas sabían del paro y decidieron ir, también rechazaron las manifestaciones del domingo, “no nos representan”, explicaron.

“En mi trabajo si nos dieron el día, nos dijeron que si queríamos podíamos no venir, pero si falto no tengo mucho que hacer, mejor estamos aquí porque queremos”, explica Graciela mientras camina rumbo a uno de los carritos de comida, frente a una fila de hombres –también trabajadores- que no las dejan de mirar.

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