Acapulco.— La escena es irreconocible: a la una de la tarde del sábado, cuando tuvo que arrancar el periodo vacacional de Semana Santa en las playas de Acapulco —la temporada más fuerte de este destino turístico—, hay más policías, militares y vendedores ambulantes que turistas.

Las playas están casi vacías, aún no lucen desiertas porque los vendedores y prestadores de servicios se resisten a dejarlas.

Desde que el gobierno federal declaró emergencia sanitaria en el país por la pandemia provocada por el Covid-19, Acapulco se ha ido apagando poco a poco. Primero fueron los restaurantes, las discotecas y los comercios considerados “no esenciales”. El jueves pasado se ordenó el cierre de las playas.

De tajo, Acapulco suspendió gran parte de su vocación turística: no puede ofrecer fiesta ni arena ni mar. Por ahora, puro sol.

Las noches no son silenciosas en la Costera Miguel Alemán, pero tampoco estridentes como suelen ser: las luces neón y los sonidos se apagaron. Los bares no ofrecen tragos. Las pistas de baile están cerradas.

En las banquetas deambulan los meseros y alguno que otro que se resiste a irse a su casa.

En los pocos restaurantes abiertos, sobre todo taquerías, los empleados están a la espera de un comensal. En la taquería llamada Tacosqueño, cinco empleados están sentados en la banqueta esperando clientes. En toda la noche, dicen, han atendido solamente una mesa.

En una noche de viernes “normal”, afirman, no se dan abasto. “A veces hasta cola tienen que hacer para entrar”, dice uno de ellos con orgullo.

Siguen trabajando porque el dueño se comprometió a que lo poco que vendan será para sus sueldos. Por ahora trabajan más días los que tienen hijos, los otros ocho empleados del lugar asisten menos en solidaridad con sus compañeros.

Este fin de semana, la fiesta en Acapulco se canceló: no llegaron los invitados, los turistas.

En busca de un visitante

En las playas la situación comienza a tornarse dramática. Los vendedores de artesanías, collares, ropa, aceite de coco, pulseras, aguas frescas, paletas heladas, raspados, cocos; los meseros, los músicos y las masajistas no dejan de recorrerlas pese a que los turistas son un puñito.

No es necedad, dicen, es necesidad, porque viven al día: lo que ganan hoy es lo que comen mañana. La mayoría prefiere correr el riesgo de infectarse en lugar de ver cómo sus hijos pasan hambre.

La pandemia le bajó el switch al turismo en el país. En Acapulco puso a muchos en una disyuntiva: guardarse en casa sin la posibilidad de tener algo de dinero o seguir en las calles y contagiarse y, en el peor escenario, acelerar la propagación del virus.

La mayoría ha optado por la segunda opción: correr el riesgo. Proponen una salida simple: si reciben apoyos económicos o alimenticios, se quedan en casa.

Martha recorre de un punto a otro la playa con su charola llena de quesadillas de papa y pollo. A su lado va su hija, de siete años. A las dos de la tarde había vendido cuatro órdenes a los lancheros que ofrecen los recorridos en la banana. Se las vendió a 15 pesos, más baratas.

Desde hace dos décadas, el turismo en Acapulco ha venido a menos, primero fue el surgimiento de Cancún y después la violencia obligó a cientos de negocios a cerrar, por lo que muchos visitantes descartaron el puerto como una opción para vacacionar.

Pese a todo, el turismo sigue siendo la principal actividad económica de Acapulco.

De este sector, según cálculos de empresarios, vive casi 75% de los acapulqueños. Los vendedores y prestadores de servicios son los primeros en la línea de atención, pero de ahí ganan taxistas, pescadores, comerciantes, lavanderías y proveedores.

En Caleta, por ejemplo, María Magdalena, una mujer de 75 años, parte del grupo más vulnerable ante el coronavirus, salió de su casa junto con sus dos hijas a vender algo que les permita comprar por lo menos tortillas y queso para comer, justo lo que comieron un día antes.

“Sin ayuda es difícil decir que uno no va a trabajar, yo tengo arroz y frijoles en mi casa, pero ¿quién me va pagar el gas, la luz, las tortillas? Nadie”, explica.

Otra mujer recorre insistentemente las playas de Caleta y Caletilla pese a que están vacías. Dice que necesita vender por lo menos 200 pesos para llevarle de comer a sus tres hijos.

Para lograrlo debe vender 10 frascos con aceite de coco que ofrece a 20 pesos, 30 menos de su precio regular.

“No quiero más, con que venda eso me voy a mi casa”, asegura.

Si logra su objetivo se irá, pero al día siguiente volverá por otros 200 pesos.

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