Un hueso roto llevó a Magui al asilo Años de Oro. Tiene 93 años y desde hace cinco vive en un cuarto que comparte con otros inquilinos de la casa situada en Tijuana.
Su historia no siempre estuvo entre las paredes cremas, cafés y naranjas de la estancia para ancianos. Antes de esta frontera tuvo una vida en las playas de Acapulco, allá crió a siete hijos, construyó sus mejores recuerdos, fue extra en las películas de Tin-Tan, cajera y ama de casa.
“¿No ha escuchado la frase de que en el mar la vida es más sabrosa? Pues es cierto”, dice Margarita, mientras sostiene un labial rojo que recién sacó de su bolsa con maquillaje.
Mientras cuenta que nació en Durango y que se casó a los 16 años, no deja de cepillar su cabello de algodón. Es corto y ondulado, lleva puestos un par de aretes que simulan perlas, un pants rojo y aún usa su anillo de bodas.
“Nunca tuve la necesidad de trabajar, mi marido siempre estuvo al pendiente y uno como antes, con los hijos. Pero se acabó, él se murió y aquí estoy, aquí encontré el calor humano que necesitaba”.
Magui, como prefiere que le llamen, dice que tuvo su primer hijo un año después de casarse. Luego nacieron el resto y fue cuando decidieron irse a vivir a Acapulco, donde hizo vida, conoció a sus amigas con las que aún habla y ahí, dice, vivió sus años más felices.
Cuando su esposo enfermó, sus hijos decidieron por ellos. Pensaron que dejar Acapulco y traerlos a Tijuana sería una mejor opción porque había mejores hospitales, además había la intención de irse a vivir al otro lado de la frontera, Estados Unidos, y de ese plan la ciudad fronteriza estaba más cerca.
De eso ya pasaron 10 años. Durante los primeros cinco la historia fue de ir y venir al cuarto de emergencias de uno y otro hospital hasta que un día le dejó de latir el corazón a su esposo.
Los años le arrebataron la agilidad que le habían regalado de juventud. Caminar ya no era tan fácil como antes, tenía poco más de 80 años cuando sufrió un accidente al bajar unas escaleras. Cayó y se rompió el hueso de una de sus piernas, desde ese incidente ya no recuperó el movimiento por completo hasta que casi dejó de caminar. Primero fue un bastón el que le aligeró el paso hasta que sus piernas ya no aguantaron la presión y comenzó a usar una silla de ruedas. Para ella la mejor opción fue retirarse a un asilo.
“No me podía mover, qué iba yo a hacer sin moverme y mi familia con su vida. Aquí estoy muy bien, aquí es donde estoy tranquila”.
Desde hace cinco años, cuando llegó al asilo, Magui despierta a las ocho de la mañana para desayunar y compartir la comida con otros 22 ancianos que también viven ahí.
Magui explica que aún tiene las ganas y energía de jugar con sus bisnietos. Todos los días recibe la llamada de algún amigo o algún familiar, a pocos años de cumplir un centenar, todavía viaja para ver a sus hijos.
Cuando no habla por teléfono ni recibe invitados en el asilo, ella tiene su actividad favorita: leer revistas del corazón.
“He vivido mucho, pero todavía quiero más. Me levanto y me arreglo pensando que es el mejor de todos los días, tengo amigos, a mi familia y he conocido a los hijos de mis nietos, ¿qué más le puedo pedir a la vida? Dime si no he sido afortunada”.