Miahuatlán de Porfirio Díaz.— Compartiendo terreno con un huizache y bajo la mitad de su sombra, se levanta un pequeño cuarto de lámina que resguarda apenas tres mesas, dos anaqueles de herramientas, un fogón y 300 años de historia que dan vida al taller donde Fernando Martínez García, quien elabora los últimos sombreros de toda la región de la Sierra Sur de Oaxaca.
De más de 80 años, don Fernando se apoya contra un arco de madera de unos dos metros de altura, lo mira sonriente y comienza a narrar la historia de este espacio, misma que contiene también las memorias de una indumentaria tradicional que está a punto de desaparecer porque la modernidad ha dejado de exigir su uso utilitario: los sombreros. “Éste me lo regaló mi bisabuela, todo este taller lo heredé de mis bisabuelos”, dice mientras recorre con la mirada los objetos del pequeño cuarto.
A los 12 años aprendió el arte de hacer sombreros de panza de burro, un tipo de sombrero elaborado en lana de borrego que por su trabajo meticuloso asemeja con su textura a la piel de este querido animal. Más de siete décadas después, don Fernando continúa con el arte que heredó y que es resultado de más de tres generaciones.
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Sumergido en sus recuerdos, el artesano viaja a 1957, año en el que su padre tenía una fábrica de sombreros en su natal Miahuatlán y daba empleo a más de 10 trabajadores; sin embargo, ese joven prefirió escapar a la capital del estado y trabajar en los grandes talleres.
Eran otros tiempos, el sombrero era parte de la vestimenta masculina de los oaxaqueños. En aquellos días, los pequeños talleres como el de su padre producían alrededor de 100 sombreros por semana. “Tanto había producción, como había consumo, porque el campesino lo usaba”, recuerda.
Cuando el hombre habla de demanda se refiere a que antes el sombrero no se limitaba a ser un accesorio que cubre del sol o un complemento de moda, sino de una necesidad de portarlo.
El sombrero de panza de burro, explica, no sólo protegía del sol y formaba parte de la vestimenta, sino que también servía como defensa personal. Su resistencia lo convertía en un escudo improvisado en las disputas y peleas, generalmente a machetazos, de aquel entonces.
En su juventud, Fernando recorría los pueblos de la región vendiendo sombreros. “En Pochutla, Candelaria, Pluma Hidalgo, preferían los blancos, en cambio en Loxicha o Juquila preferían los de color negro”, recuerda.
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Los años pasaron y el uso del sombrero de panza de burro decayó, los talleres cerraron poco a poco, los sombreros dejaron de venderse en los tianguis y mercados itinerantes. Hoy sólo quedan dos talleres en Miahuatlán de Porfirio Díaz, municipio anclado en la Sierra Sur, el de Fernando y el de su hermano.
Fernando Martínez García identifica varios factores que han afectado la industria de los sombreros de panza de burro.
Los procesos industriales acabaron con la mayoría de los talleres artesanales. La moda masculina evolucionó y el sombrero dejó de ser una pieza central. Los costos de la materia prima aumentaron y, finalmente, los sombrereros fallecieron sin transmitir el oficio.
“Había buenos sombrereros en Miahuatlán, en la ciudad de Oaxaca, en la Sierra Juárez había muy buenos, en Yalálag. Todos se acabaron, nos acabamos”, dice con tristeza y nostalgia.
El taller de don Fernando permanece inmutable en el tiempo. Conserva y utiliza las mismas herramientas que sus ancestros. Calcula que algunas de estas herramientas tienen hasta tres siglos de antigüedad en su familia, mientras que otras, como las planchas, datan de principios del siglo pasado.
No sólo las herramientas se mantienen, sino también la técnica tradicional y las materias primas naturales, como en los tiempos de esplendor. Sigue usando lana fina de borrego, tintes naturales, cera de abeja y brea de copal rojo, que le confieren la dureza y flexibilidad características.
Realizar un sombrero de panza de burro es una labor ardua, puede llevar de dos a tres días completos de trabajo. Además, por cada kilo de lana se pierden alrededor de 250 gramos en el proceso y cada sombrero ocupa entre 340 y 390 gramos.
A toda esa labor hay que agregar que vender un sombrero de estas características es cada vez más difícil, debido al alto costo de los materiales y las largas horas de trabajo invertidas; sin embargo, don Fernando sostiene que la durabilidad promedio de uno de sus sombreros, si se cuida adecuadamente, es de unos 30 años, algo que ningún sombrero industrial puede igualar.
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A pesar de tener 11 hijos, sólo dos se interesaron en el oficio de don Fernando y conocen la técnica de fabricación del tradicional sombrero de panza de burro, pero ninguno se dedica a fabricarlos, lamenta el sombrerero. “Yo qué más quisiera que mis hijos se dedicaran a esto, pero no les llama la atención, me dicen que para vender un sombrero al mes no es posible”.
Dentro de este pequeño cuarto de lámina, no sólo se albergan herramientas antiguas, también se resguarda la historia y el conocimiento de un arte en camino a la extinción. Sólo las manos de don Fernando y su hermano sostienen este legado.
“A mí me da gusto mostrar mi arte, aunque no cualquiera sabe apreciarlo, quien no conoce esta artesanía, piensa que es cualquier cosa y no, esto tiene historia”, sentencia uno de los últimos sombrereros de la Sierra Sur de Oaxaca.