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Más que miedo sentía curiosidad. Había una alfombra de ratas y basura que cubría el suelo de concreto. Un poco de mierda y grafiti eran parte de la decoración, pero a José no le importó, sacó su cámara de la mochila y comenzó a fotografiar. Mientras se paseaba por el cuarto un olor a marihuana llamó su atención, también la de su guía, ambos clavaron su mirada en la esquina de ese espacio, un hoyo en la pared, donde un hombre violaba a un joven inconsciente, eso les dio una bofetada de realidad: estaban en El Manicomio , el picadero más grande de Tijuana.
No tenía más de 20 años, su boca entreabierta y los ojos en blanco, clavados en la nada de ese agujero, descubrían que no tenía noción de lo que pasaba.
Del momento José sólo recuerda que aquel joven tenía una camisa azul desabotonada, unos jeans abiertos que dejaban ver su piel cobre y tersa, como la de un adolescente, como la de alguien que no pertenece a ese lugar. Sin ninguna resistencia, lo violaban y no lo sabía, sólo aquellos frente a la escena.
“¡Aquí tengo mi mayate!”, gritó el hombre de unos 50 años de edad, bigote apenas pintado en negro y el tiempo encima, con piel acartonada. “¡Es mío, es mío!”.
“¿Ya trajiste a tu mayate, cabrón?” Le responde El Apache, uno de los tres cuidadores de El Manicomio, mientras apuñaba un destornillador en su mano derecha, cerca de su cintura, para clavarlo de ser necesario.
“¡Simón, es mío, si tú quieres tu mayate tú tráete al tuyo! ¡Es mío, es mío!”. Le respondía el hombre, del que nadie dijo su nombre, pero mientras gritaba, no dejaba de mover sus caderas.
El Manicomio es uno de los picaderos que pertenecen a la cifra negra de las corporaciones locales, porque a pesar del hedor a cristal —como plástico quemado— o marihuana, aparentemente ninguno de los oficiales que patrulla diariamente sabe que ahí no sólo consumen marihuana, cocaína, heroína o hasta por 50 pesos un coctel de alucinaciones, sino que también la venden. Y que en un pasillo, a menos de cinco metros de la puerta, hombres como Félix se turnan para vigilar que nadie que no deba, entre.
Durante 2017, la Secretaría de Seguridad Pública del estado destruyó 113 picaderos, casi la mitad concentrados en Tijuana, 47 en total. La misma corporación reconoce que ese número no es real, pues hoteles, casas abandonadas o hasta terrenos al aire libre sirven como sitios de consumo.
Pero a diferencia de ellos, El Manicomio es grande. Es un edificio de cinco pisos casi desecho, entre las calles Décima y Novena, del centro de Tijuana, donde los rayos de luz apenas se cuelan entre unos pedazos de madera podrida colocados entre los ventanales y las puertas para bloquear el paso.
Aquí nadie entra por casualidad. Entre sus muros guarda la esencia de Leonardo da Vinci, frases como “las sombras… son las que apenas se advierten, y que están tan desechas, que no se ve dónde acaban”, del Tratado de la pintura, apenas se escapan del grafiti y del polvo, citas desperdigadas del pintor y otros escritores aún se mantienen entre las paredes y el suelo, todas ellas como el único vestigio de lo que alguna vez fue esa muralla de concreto: una imprenta, una papelería y tienda de regalos.
Para entrar hay que mover los tablones que se atraviesan por el camino. Luego, un silencio invade el espacio, nada visible a lo lejos. Solamente uno que otro ronquido de los que viven ahí se dan cuenta que hay seres vivos, además de ratas. Las escaleras que dan al segundo piso también están selladas, uno se abre paso como puede entre la basura y los desperdicios en el piso. Del olor nadie escapa.
El Saico, amo del lugar
En el segundo nivel de El Manicomio vive El Saico. Tiene unos 35 años, pero dice que desde hace 10 conoce el lugar, donde ha consumido prácticamente cualquier droga que se pueda pronunciar, pero hoy, lo que más corre entre sus venas es el cristal y la heroína. No luce como alguien que pertenece al lugar, viste pantalones cortos de mezclilla, tenis de marca y una chaqueta oscura, limpia. Tiene piel clara, con dientes perfectos que lucen con una sonrisa eterna.
Se pasea por el lugar porque dice que es su casa. Tiene un cuarto en un espacio de cuatro por cuatro metros, de donde cuelga un par de pósters con mujeres sin ropa, un par de rayones con su nombre “Enrique”, y también cables para robarse la luz.
Aquí todo está conectado. ¿Ves el edificio de enfrente?, pregunta mientras apunta hacia el área de juegos de un Carl’s Junior y una cuartería que también tiene cinco pisos. Si prendo algún foco saben que viene la policía o que necesito mercancía.
El Saico dice que solamente a ese lugar diario llegan unas 500 personas. A veces en grupos, otras solos. Los que sólo compran, los que consumen, los que viven ahí, pero también los que se mueren entre los escombros.
La cifra parece insuperable si se compara con las siete detenciones de presuntos narcomenudistas que realizó diariamente la Policía de Tijuana durante 2017 o las 43 mil dosis que ha decomisado a lo largo del año.
Recientemente fue publicada la Encuesta de Consumo de Alcohol, Drogas y Tabaco 2016-2017 que posicionó a Baja California como el primer lugar de consumo de anfetaminas, siendo Tijuana la capital de este negocio.
“Aquí viene de todo. Los niños bonitos y los indigentes, de todo. Todos cabemos en la mansión, hasta tenemos cabañitas. ¿Las quieres ver?
Las cabañas, como las llama El Saico, no son más que pedazos de madera apilada como si fueran tipis, usados por indigentes para resguardarse del frío y de la lluvia. Todas construidas en el último piso del edificio, el único que no tiene techo más que el de las estrellas durante las noches, y el del sol. Nada supera la vista de la ciudad desde ese sitio, las luces de miles de casas y edificios como si fueran luciérnagas, mezclado con decenas de jeringas usadas en el suelo, del que escapa un olor a muerto.
En una de esas cabañas vive El Caras, un hombre que alcanza los 50 años. A la entrada de su casa escribió un letrero de bienvenida: “El que no me quiera que chingue su madre!!! soy Martín…Y que!!!”.
Adentro tiene un colchón, una caja de madera que usa como una cómoda. También un par de revistas, latas de comida y también electricidad. Dice que en las mañanas trabaja limpiando carros, cuando junta más de 200 pesos regresa a comprar una o dos dosis, se inyecta y se deja morir en su tipi. Alrededor de él hay por lo menos siete u ocho cabañas más, que también sirven para los encuentros con alguna novia.
—Pásele, sin miedo. ¿Quiere conocer mi casa? Pregunta mientras se agacha y entra de rodillas, limpiando la tierra del piso con su mano. De aquí nadie nos corre, nadie molesta, si acaso uno trae su arma para cuando se ponen más locos que uno.
Félix, El Saico y El Caras tienen un lugar especial dentro de El Manicomio. Dicen que ahí es donde celebran. Ese sitio está en el sótano del edificio, es el único sin ventana, con luz y con el suelo limpio. Entre los pocos muebles que han llevado para adornar el salón, hay de cualquier droga, también hay galones de Tonayan, un mezcal barato que beben directamente del envase, también hay jeringas, aluminio, gallos, focos rotos y encendedores; un arma y una pala que ni se esfuerzan por esconder.
—Aquí se arman buenas fiestas. Dice El Saico mientras mueve las caderas como si sonara alguna canción y le gana una risita burlona. ¿Se quieren divertir?
—Sin miedo, pásenle, que no tengan miedo. Grita El Caras, mientras Félix, el que cuida quién entra, toma en silencio una pala y juega con ella. Casi de inmediato se escucha el sonido de unas sirenas. Es una patrulla de la Policía Municipal, ningún oficial entra pero es suficiente para que todos salgan del edificio y se pierdan entre las calles del centro de la ciudad, en medio de la noche, sin decir adiós.