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Pachuca.—“A mí el cáncer me secuestró y no sabía si me iba a soltar. Se llevó una parte de mí, pero yo soy más que un seno y más que una cabellera”, narra Yadira García.

Fueron 365 días los que ella y su familia lucharon con un carcinoma (cáncer de seno) grado dos. Tenía dos años alojado en su cuerpo y no se lo detectaron. Seis meses antes, Yadira había acudido a un oncólogo, a quien le contó sus inquietudes, por una bolita que se había detectado. El médico le dijo que todo estaba bien, fue la misma respuesta que recibió de su ginecóloga.

A Yadira le inquietaba que en el seno izquierdo le aparecía una bolita cada que menstruaba. La noche del 28 de abril de 2018 la bolita no desapareció. No esperó más y apenas amaneció acudió a la Unidad de Especialidades Médicas (Uneme) y ahí le confirmaron su temor: tenía cáncer.

Un diagnóstico a tiempo le hubiera permitido conservar la mama y evitar las quimioterapias o las radioterapias, “pero el hubiera no existe, por eso no pienso en qué habría pasado si me [lo hubieran] detectado antes”, platica.

Añade que, a partir de ahí, emprendió una doble lucha: la de la enfermedad y la de evitar que su familia sufriera, sobre todo sus dos hijas menores.

“Por ellas, me empeñé tanto en que no dolía, en que no pasaba nada, que hasta yo me lo creí”, dice.

En la Uneme le dieron la mejor recomendación: acudir con especialistas, en este caso, a la Fundación del Cáncer de Mama (Fucam).

“Lo primero que vi al llegar fue mi futuro. Había una fila grande de mujeres, todas deterioradas en mayor o menor medida, sin cabello y con turbante. Sabía que estaría igual en algunos días y simplemente no lo aguanté”, recuerda.

Ocultar la enfermedad. “Nunca  quise pronunciar que tenía cáncer, siempre decía: ‘Hay algo, tengo algo’ y nada más. Aparentaba ser la madre sana de dos niñas que comenzaban a hacer preguntas”, agrega.

El tema fue muy complicado, sobre todo con su hija mayor, quien ahora tiene 11 años: “Ella tenía un amigo que su madre estaba enferma de cáncer, pero a diferencia mía, ella no lo logró.

“Cada día mi hija llegaba del colegio con una novedad. [Me decía]: ‘Hoy a la mamá de mi amigo la internaron, se desmayó, no comió, no se levantó de su cama y, si se muere,  ¿qué será de sus hijos?’ Entendí que lo que ella quería saber era que si yo me moría qué sería de ellas”, dice.

Había momentos en los que no sabía qué decir, pero nunca me vieron llorar. “Nunca me rendí, se vale llorar, se vale desesperarse, pero nunca rendirse. El cáncer no apareció en mi vocabulario hasta que me curé, así que ahora puedo decir: ‘Soy una sobreviviente’.

“Para curarme, además de la cirugía, vinieron 16 quimioterapias, 12 blancas y cuatro rojas, también radioterapias. En mi última radio me me dijeron: ‘Estás sana, ya no tienes nada’. Había pasado justo un año,  fue a finales de abril de 2019 cuando llegó la noticia. Volví a llorar. Esta enfermedad empezó con lágrimas y terminó de la misma manera.

“El secuestro se acabó y en ese tiempo aprendí a valorar la amistad, la vida y la salud.

“Hubo quien rezó por mí sin conocerme. Sé que esta enfermedad no tiene palabra, pero Dios sí”.

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