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Coatzacoalcos.— La madre de Agustín Javier Ronzón sólo pide que le devuelvan el cuerpo de su hijo, muestra una copia con la fotografía y características de él, no deja de denunciar a los policías a bordo de la patrulla número 3225 que lo levantaron hace una semana junto con su amigo Josimar Ríos López, en la colonia Trópico de la Rivera.
Sabe que no lo hallará con vida: ella vio el video en el que aparece decapitado. Desde ese día la mujer se desmoronó y terminó en un hospital. Recuperada hace un día, tomó fuerza para buscar el cuerpo de su hijo y limpiar su nombre, desmiente los señalamientos que ubican a Javier como encargado del bar El Caballo Blanco, atacado el 27 de agosto y que provocó la muerte de 30 personas.
“Hace siete años él se fue de Coatzacoalcos, vivía en Veracruz, ahí tenía un negocio de alitas, vendía zapatos, era comerciante. Vino a operarse y a una fiesta familiar. A él lo levantó la patrulla, según los testigos, los iban a interrogar, ellos lo entregaron. Mientras juntaba los 300 mil pesos que me pedían para liberarlo me enseñaron el video donde lo mataban. Sólo quiero que me entreguen su cuerpo, porque la justicia aquí apesta”, comenta llorosa.
Los jóvenes fueron supuestamente detenidos por agentes de la Fuerza Civil, según está registrado en la investigación marcada con el número FEADPD/ZS/F2/047/2019; los bajaron de su vehículo para interrogarlos, luego desaparecieron hasta que fueron filmados por un grupo delictivo mientras los degollaban.
El chico de las zapatillas. Cerca de esta madre, un joven observa la conferencia de prensa de los familiares de algunas de las víctimas del ataque al bar. Él tampoco quiere ser nombrado, asegura que las cosas en Coatzacoalcos no están para denunciar, por lo que prefiere que lo llamen “el chico de las zapatillas”, porque surtía de calzado a las bailarinas del bar.
Las conocía a todas, mantenía estrecha amistad con algunas, así que se siente molesto por los calificativos que la sociedad lanza a las víctimas por el oficio que desempeñaban por necesidad. La pobreza es un elemento que tenían todas en común, además de ser madres.
“Eran mis amigas, mis clientes, les vendía zapatos y algunos otros productos. Sólo quiero decir algo: ellas eran mujeres que estaban allí por necesidad, que a lo mejor ganaban mil 200 pesos, pero con los descuentos terminaban quedándose con 500 pesos, si es que les iba bien, pero ganarse ese dinero era soportar mucho y estaban expuestas al peligro. No es justo que las estigmaticen, ellas eran inocentes”, platica.
Unas zapatillas negras de aguja estaban destinadas para Sugey; el joven distribuidor había acordado su entrega un día después de la masacre. El calzado aún lo conserva.
Aunque ninguna de las chicas le confesó alguna extorsión o estar en peligro, la quema de otros locales en pasados meses las había puesto en alerta y algunas analizaban irse a otro estado para librarse de la violencia, pero tampoco lo lograron.
Él las recuerda alegres, buenas madres y amigas, fieles clientas de zapatillas.
***EL UNIVERSAL Oaxaca