Tijuana.— El campamento habilitado por cientos de familias migrantes en El Chaparral, en Tijuana, estaba en penumbra.
No eran ni las cinco de la mañana, cuando personal del gobierno irrumpió entre las casas de campaña con luces y el ruido de un megáfono para desalojar a casi 400 personas: “Sólo los delincuentes atacan así de noche”, clamó uno de los migrantes, mientras miraba cómo destruían su tendido y trataba de rescatar sus pertenencias.
Hace dos semanas, empleados del ayuntamiento de Tijuana se trasladaron al puerto fronterizo donde acampaban migrantes, principalmente mexicanos, para realizar un censo: 384, fue el número oficial. Desde ese entonces ya advertían el plan de desalojar a las personas que ahí se encontraban, todos con la intención de pedir asilo al gobierno estadounidense.
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En el desalojo participaron alrededor de 200 elementos, entre oficiales de la policía local y de la Guardia Nacional (GN), además de empleados de los tres órdenes de gobierno. La primera en llegar fue la GN. Se plantaron en las calles desde una cuadra antes para evitar el paso de la gente, se colocaron como una muralla, con olete y escudo, usados comúnmente en disturbios.
Eran casi las 4:00 horas cuando contingentes de la Policía de Tijuana se abrieron paso. Equipados con equipo antimotín, se acercaron al área donde estaban las familias y, en medio de la oscuridad, cuando nadie estaba alerta, los obligaron a retirarse.
Titi buscaba alrededor de la pequeña casa que había improvisado junto a su marido y sus tres hijos; intentaba rescatar sus pertenencias. Un empleado del gobierno les dijo que sólo podían llevar tres mudas de ropa por persona, que la comida y lo demás lo debía dejar.
Ella lloraba ante la imposibilidad de hacer nada más que retirarse sin saber a dónde irán a parar, ni si estarán mejor.
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“¿Por qué así en la noche?”, se preguntaba mientras intentaba cobijar a su hijo de cinco años, para protegerlo de los cinco grados de temperatura que se registraban a esa hora. “¿Por qué no se esperaron o por lo menos avisaron para estar listos, para no sacar así a mis hijitos?”.
Titi estalló en llanto; su esposo intentó consolarla, pero las lágrimas lo alcanzaron también a él. Su hijo se despidió de Bryan, otro niño que vivía en el campamento, quien, al verlo partir, sólo alcanzó a agradecerle por todas las veces que le prestó su patín, un pedazo de madera vieja y medio rota que usaban para jugar.
El niño cargaba con una pequeña bolsa y unos cuantos juguetes; a su lado, su hermana, casi de la misma edad, llevaba un unicornio que no soltó durante las horas en que los policías los desalojaron.
El 18 de febrero se cumple un año desde que cientos de migrantes llegaron a ese espacio en el puerto fronterizo. Se concentraron y quedaron atrapados en ese punto desde que el gobierno de Estados Unidos restringió las solicitudes de asilo, bajo el argumento de no tener personal para atender las peticiones, debido a las medidas sanitarias por la pandemia de Covid-19.
Un par de retroexcavadoras llegaron al sitio para destruir los tendidos y tirar la comida y las pertenencias que ahí quedaron, al tiempo que llegaban camiones que se estacionaron a un costado del edificio federal para recibir a la gente y de ahí, tras- ladarlos a los albergues.
Las autoridades locales aseguraron que la intención es dar atención y brindar seguridad a las familias que ahí vivían.
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