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Torreón
Romanita Ortiz fue una mujer de 70 años que hasta el último minuto buscó a su hijo Pedro Ramírez Ortiz y a su nieto Armando Salas Ramírez, desaparecidos desde el 12 de mayo de 2008 en Torreón, Coahuila. Nunca descansó. De baja estatura, correosa, aguantó largas caminatas en protestas, viajó kilómetros para pararse frente a funcionarios y rogarles ayuda. Una y otra vez. Hasta que el tiempo y la salud la derrotaron.
Romanita falleció el 26 de abril de 2017. En su último suspiro, aseguró que Pedro y Armando estaban vivos y le pidió a su hija Carmen, madre de Armando, que no dejara de buscar. “No voy a dejar, espero que no caiga yo también. Sentía que me iba con ella”, cuenta Carmen.
Romanita fue una mujer incansable en la búsqueda. Dormía en los pisos de las centrales de autobuses esperando por camiones en la madrugada que la llevaran a municipios donde investigaría para poder dar con el paradero de su hijo y su nieto.
Se sumaba a operativos de búsqueda de corporaciones policiacas, aunque éstas fueran en ranchos o parajes alejados. Caminaba por ejidos, ranchos, lomas, y cuando no podía, aguardaba con paciencia militar a que su hija regresara con buenas noticias. Gritaba “vivos se los llevaron, vivos los queremos”.
Desde hace dos años, Romanita empezó a decaer de salud, cuenta su hija Carmen. El 21 de marzo de 2015 viajaron a Monclova y Saltillo para realizar unos careos con personas detenidas, sospechosas de la desaparición de su hijo y su nieto.
Pedro y Armando se dedicaban a supervisar y arreglar maquinitas de video juegos y la última llamada que hicieron fue del Palacio Federal en Torreón, donde estaban detenidos por unos inspectores. Años después, esos funcionarios fueron detenidos por secuestro. Existía una denuncia contra ellos por la presunta desaparición.
“No los hicimos hablar, no quisieron decir nada. Mi mamá se vino para abajo de la impotencia, de no lograr nada”, recuerda Carmen. Luego le vinieron dos infartos. Cayó, pero ella quiso seguir.
Carmen sigue culpando a esos inspectores. Les aseguraron que no conocían a sus familiares, pero para Carmen, la forma de hablar y el semblante, le reflejaban que estuvieron involucrados. “Sigo culpando a ellos”, dice.
Después investigaron una homonimia en Texas, es decir, una persona que estaba en una prisión de Estados Unidos tenía los mismos datos que su hermano.
“Enviamos documentos, investigamos y nos pidieron en el Consulado que enviáramos una carta al reo que estaba dentro para ver si él nos podía decir algo. Faltaba una huella dactilar para corroborar que era él. La carta nunca la respondieron y de ahí vi que mi mamá se vino abajo”, relata Carmen. Era diciembre de 2016.
Romanita empezó a enfermarse. Tenía la esperanza de que fuera su hijo, pero no fue así. Los últimos dos meses antes de morir, ella aseguraba que su hijo y su nieto estaban vivos. “Cuando se agravó su estado, había momentos en los que decaía y hablaba con gente. Decía que miraba a Pedro y Armando vivos, que los veía en una noria, sucios, trabajando a la fuerza”, relata Carmen. “Vas a participar en un milagro de Dios”, le decía Romanita a su hija.
Carmen, 52 años, empezó a sufrir de dermatitis, tiene los pies dañados, se descompensó de la presión arterial y ahora no tiene a su compañera de búsqueda.
La ansiedad lo acabó
Rosario Cano es madre de Mario Alberto Morales Cano, desaparecido el 2 de julio de 2010 en Torreón. Siete años, dice Rosario, de angustia, de espera; siete años en donde además de la incertidumbre de no saber el paradero de su hijo, el desgaste se cobró la vida de su esposo.
Su compañero de vida comenzó a engordar de la ansiedad de no encontrar a su hijo. Subió y subió de peso, hasta que en los trabajos ya no lo querían. Decidió entonces hacerse la operación gástrica para obtener empleo y continuar la búsqueda, pero todo salió mal.
El 4 de febrero de 2014, el marido de Rosario falleció a los 56 años. “La ansiedad le ganó kilos, le afectó mucho y pensando en acompañarme en esta lucha, decidió operarse. Es un desgaste emocional que nos está consumiendo”, comenta Rosario.
Refiere que el dolor se está llevando a las compañeras sin saber de sus hijos. “Surge cáncer, diabetes, nos enfermamos de todo. Nos duele el alma, el corazón”. Por eso Rosario cree que las autoridades le apuestan al olvido.
Ella, como muchas otras madres, ha caminado kilómetros de asfalto, pero dice que no se puede dar el lujo de pensar en el dolor, porque siente que pierde tiempo. “Es un duelo inconcluso, terrible; sin embargo, es más la agonía de no saber si nuestros hijos comen o no comen”, indica.
Rosario Cano asegura que seguirá en la búsqueda de su hijo hasta el último día que Dios le dé respiro.
Nos enfermamos
María Elena Salazar, madre de Hugo González, desaparecido el 20 de julio de 2009, y miembro de Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en Coahuila (Fuundec), menciona que hay más compañeras que se están enfermando en la búsqueda de sus hijos, sin lo más importante: encontrarlos.
“Es preocupante. Nos vamos a morir y no los vamos a encontrar”, lamenta María Elena. “Nos queda ese dolor, esa incertidumbre, porque cada que amanece es un día más para buscar, para seguir luchando y exigiendo. No me quiero ir sin que mis hijos sepan de su hermano, de su tío”, comenta.
Abigaíl Mendoza, sicóloga de la Unidad de Atención a Víctimas de la Procuraduría General de Justicia, refiere que las familias, madres principalmente, llegan desesperadas molestas, pero también arrastran enfermedades como hipertensión arterial, diabetes, enfermedades degenerativas, estrés, problemas de insomnio y depresión, principalmente.
“Son buscadores, lo que los mantiene de pie es buscar. A veces deben hacer un alto para darse cuenta que se están enfermando, que ya no tienen trabajo, ya no tienen familia, ni amigos, porque se dedican a la búsqueda. A partir de que admiten la atención empiezan a focalizar otras áreas para poder ser funcionales en su búsqueda”, explica.