A las 18:00 horas del martes, 24 de octubre, en Acapulco, todo transcurría con normalidad. Las albercas, el bar y la zona de playa del hotel Hotsson, cumplían su horario habitual, sin ninguna alerta, recomendación o instrucción sobre lo que se avecinaba.
Erik, de 26 años, quien vacacionaba desde el lunes con su familia salió a cenar a una taquería, regresó a su habitación con su esposa y sus dos pequeños de dos y tres años, hasta que a las 22:00 horas, se enteró a través de las redes que Otis, un huracán categoría 5, la más alta, estaba por azotar el puerto donde se encontraba.
“Suena increíble, pero nunca hubo una alerta, un comunicado, ni del hotel, en la calle o restaurantes donde salimos a cenar. Mi esposa tiene una cuenta de YouTube y TikTok, empezamos a transmitir en vivo y la gente fue la que nos empezó a alertar”, cuenta.
Ante la vista del joven y para muchos otros turistas que no habían visto las noticias y que visitaban la playa buscando alejarse de su celular, todo parecía una noche con lluvia cualquiera.
“Su única indicación fue un papelito que nos dieron. Decía que no se podría ingresar a la playa, se tomarían medidas para albercas, pero nunca dijeron que era un huracán. Me imagino que era un papel que ya tenían impreso.
Uno confía porque ellos trabajan aquí. Si tú como autoridad no me dices nada, yo no me voy a entrar”.
Al prender la televisión, el miedo de no saber qué hacer llegó. Él pensaba en sus bebés, los pañales, la leche, la comida, el agua. Bajó para intentar comprar víveres, pero en el lobby del hotel se dio cuenta de que los habían dejado prácticamente solos. No había trabajadores, un plan de emergencia o indicaciones para atravesar lo que venía, más que una persona de seguridad que, dice, no estaba capacitado para la situación de terror que se avecinaba.
La única orden era que no salieran de sus habitaciones. Lugares donde pasada la medianoche, los vidrios se rompieron, el agua brotaba del drenaje y lo que consideraron mejor era meterse a refugiar al baño.
Su padre, madre, esposa, hermano, cuñada y dos bebés, se metieron por más de dos horas a un espacio pequeño en el que vivieron el climax del huracán Oti.
“Empecé a grabar con mi teléfono y al recargar el lente en el vidrio, sentí cómo si dieran un golpe, un puñetazo en el vidrio, pero era el aire. Ahí es donde me doy cuenta que ya no tarda en venir la catástrofe y corro a quitar a mi bebé, le hago una cama en la regadera, tomé a la que estaba en la cuna y nos metimos al baño”, recuerda.
Junto con su hermano y su padre, pasaron de un cuarto a otro dos bases de cama, un colchón y un escritorio para ponerlos como barricadas en las ventanas. “Se escuchaba que los canceles ya se estaban rompiendo”.
Cuando los vidrios ya no resistieron, vieron puertas zafarse, tinacos y colchones que pasaban frente a sus ojos. Pese a que la planta de luz del lugar operó y no se quedaron sin electricidad, la señal de celular y líneas telefónicas se cayeron, quedaron incomunicados, pero justo unos minutos antes, logró tuitear un par de videos que se volvieron virales de lo que estaban viviendo.
El aire era tan fuerte que las puertas no se podían abrir, se les taparon los oídos y tenían la sensación de estar sordos. Algo doloroso para sus hijos.
El pánico y terror que se vivió durante los momentos de más intensidad de Otis, en la habitación 15 del piso ocho del Hotel Hotsson duró hora y media: “fue hora y media de estar esperanzados en el piso, orando, llorando, pidiéndole a dios perdón por todos los pecados.
Es difícil porque no hay ni a quién echarle la culpa ni cómo solucionar. Ahí es el instinto de supervivencia que tenemos a formar un equipo. Cuando uno entraba en crisis, otro le decía calma”.
El miedo era mucho y la angustia e incertidumbre más. Ellos habían visto en las noticias que el momento más fuerte del fenómeno sería a las 4 de la mañana y apenas eran casi las dos. “Yo decía: no creo que haya algo peor que esto. No hay nada más feo que esto, lo que sigue es que se caiga el edificio porque se sentía cómo el aire movía el hotel como si fuera un sismo”.
Al sentir que se calmó un poco la lluvia decidió bajar. Sabía que tendría que existir un lugar más seguro, pero no sabía cuál. El escenario se volvió desolador; plafones y estructuras del techo caídas, cables colgando y tenía que brincar fierros, vidrios y escombros.
Entre huéspedes hicieron equipos para buscar las escaleras más viables y bajar a sus familias. Sobrevivieron como pudieron, sin orientación o instrucciones de algún empleado del hotel. Así, casi tres horas después de la llegada del huracán a tierra, y cuando había pasado lo peor, por fin los dirigieron a un salón de conferencias donde pasaron lo que quedaba de la noche.
Ahí coincidieron con la esposa del gerente de alimentos, a través de quien conseguían un poco de información sobre la situación.
A las 8:30 horas del miércoles, el valet parking comenzó a repartir las llaves de los autos. Por fortuna, el suyo no lo habían dejado en el sótano, si no en un estacionamiento a parte del hotel y los huéspedes empezaron a evacuar el lugar.
“En el hotel nunca hubo alguien que dijera yo soy el encargado, el gerente. O sea, había tres personas que movían a la gente, pero nunca se presentaron. Seguían sin dar la cara”.
La decisión de aventurarse a regresar a casa pese a la situación, Erik la tomó cuando fue a una tienda de conveniencia y estaba saqueada. Sabía que los alimentos iban a escasear, además de que personal de protección civil les dijo que estarían ahí entre cinco y diez días, por lo que sólo quedaba esperar.
El joven y su familia tomaron camino hacia la autopista del sol con la esperanza de pasar, pero no lo lograron por lo que terminaron yendo hacia Oaxaca por donde pudieron salir por la Laguna de Tres Palos, donde había familias con sus borregos en la azotea y al fin, 14 horas después llegar a su hogar donde ahora, se siente afortunado de estar.