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Tijuana.— Entre los miles de desplazados que se encuentran en esta ciudad esperando cruzar a Estados Unidos se viven a diario dos realidades.
Por un lado están cientos de hondureños que huyen de la violencia de las pandillas en su país, quienes hace años esperan una oportunidad para exponer su caso y solicitar asilo.
Por el otro, cientos de familias ucranianas que huyen de la guerra y en dos días son aceptadas en territorio estadounidense.
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La historia de Francisca
Francisca, en cuclillas, remoja un sartén en una cubeta con agua gris. Ese día ella y su familia comerán, por primera vez en meses, un corte de carne que partirán en seis porciones. Celebrarán que, a pesar de todo, están vivos, que escaparon de una guerra no reconocida en Centroamérica, pero que, desde que llegaron a Tijuana como desplazados, ya cobró la vida de un sobrino, un cuñado y de la exnovia que uno de sus hijos dejó.
Su esposo, dos hijos y dos sobrinos más apenas despiertan y se alistan dentro de una casa de campaña en la que viven desde hace casi tres meses. Instalaron el tendido sobre un patio de concreto del albergue Agape Misión Mundial, un templo cristiano al oeste de la ciudad.
Francisca y su familia llegaron en 2018 junto a una caravana de centroamericanos. Escaparon de Honduras cuando tres pandilleros arribaron a su casa; iban a reclutar a Jorge, su hijo de 15 años. Su esposo se negó a abrirles, por lo que los sujetos rompieron la puerta, lo golpearon y le dieron un balazo que le dejó una marca a un centímetro de la yugular.
Tardaron días en un hospital, denunciaron, pero ninguno de sus agresores pisó la prisión. Para ella y sus hijos ir a la tienda era como transitar por un campo minado, como en aquellos países que viven en conflicto armado, porque pisar el territorio de una pandilla contraria, aunque sea por error, te asegura una bala en la sien.
“Es un país que lo mantienen controlado las maras. El que está vivo es porque ha sabido mirar, oír y callar (…) Venimos de un lugar que sufrimos todos los días; es una guerra que luchamos con alguien que no podemos”, dice Francisca.
Su viaje a Tijuana duró un mes. Cuando el autobús llegó a esta frontera, esa misma noche se plantaron frente al puerto fronterizo de El Chaparral, donde pidieron asilo. Les dijeron que no. Primero tenían que anotarse en una lista, tomar un número y esperar su turno: el 4 mil 269.
De esa fecha han pasado casi cuatro años. Vivieron en un albergue temporal habilitado en la Unidad Deportiva Benito Juárez, el mismo lugar donde ahora llegan los ucranianos. Al conseguir trabajo rentaron un cuarto donde dormían seis personas, pero les subieron la renta y se fueron al campamento de El Chaparral, que fue desmantelado en febrero pasado. Ahora están en una casa de campaña improvisada con telas.
“Saqué mi número y nunca nos llamaron y desde entonces estamos aquí. Me siento mal porque nosotros también venimos de una guerra. Que Dios me perdone, pero yo odio a las pandillas”, cuenta Francisca mientras se limpia las lágrimas.
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Una realidad diferente
El director municipal de Atención al Migrante, Enrique Lucero Vázquez, explicó que el espacio que alguna vez resguardó a familias centroamericanas ahora es para apoyar a desplazados por la guerra entre Ucrania y Rusia. Aunque el cupo está al límite, el tiempo de estancia no es de más de 48 horas, porque el gobierno estadounidense los recibe casi de inmediato.
Los desplazados ucranianos que huyen de la guerra llegan en avión a Tijuana, son recibidos en el aeropuerto y trasladados al albergue instalado, ahora para ellos, en la Unidad Deportiva Benito Juárez.
Hay decenas de literas con colchones para los que llegan. En el patio hay mesas colocadas en áreas y secciones, una donde sirven platos con comida, como si fuera buffet, frutas, verdura, carne, pan y bebidas. También tienen una ludoteca e internet gratuito. El gobierno municipal otorga la infraestructura y el internet, mientras que organizaciones civiles de EU donan la comida.
Ni a Francisca ni a miles de migrantes varados en Tijuana les han ofrecido un espacio así. Ella vivió en la calle, en el campamento de migrantes habilitado en febrero de 2021 en El Chaparral, el cual fue desmantelado en febrero de este año.
Cuando piensa en el trato durante el desalojo, estalla en llanto. Le preguntan qué siente cuando recuerda lo vivido y responde con una pregunta: “¿Es que no merecemos vivir?”.