Piedras Negras.— Horas después de llegar a Piedras Negras, Coahuila, Cristian, un migrante colombiano de 22 años, duda en cruzar el río Bravo. Le tiene miedo al agua.

—No sé nadar —se sincera mientras bajamos una pequeña colina para llegar al margen del río que separa México de Estados Unidos. —¿Hasta dónde llega el agua? —me pregunta con miedo.

Bajamos a un sitio en el borde del río, cerca del albergue , donde en la última semana más de 10 mil migrantes se han entregado a las autoridades estadounidenses. Desde el viernes el cruce ha dado tregua, pues antes la cifra se contaba por miles. Sin embargo, esta madrugada todavía cruzaron entre 400 y 500 migrantes. A las 7:30 horas ya se miraba del otro lado del río la fila de personas formadas antes de ser procesadas.

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Los últimos migrantes que llegan, como Cristian, provienen de Monterrey, Nuevo León, donde quedaron varados varios días ante el freno de la salida de trenes.

Al llegar al margen del río, Cristian se encuentra con un grupo de migrantes venezolanos. Todos de menos de 25 años. Entre ellos están Caterine Lara y su novio Luis Adolfo.

La pareja salió de Venezuela hace dos meses y en México ya suman un mes. Esta mañana llegaron a Piedras Negras, pero al igual que Cristian, no saben si cruzar: “Ya no aguanto más, un mes esperando la cita, pero nada que salía”, cuenta Caterine, de 19 años, y sin una pierna desde que llegó al mundo.

Su padre se molestó al inicio cuando le contó que ya había salido de Venezuela. Quiere llegar a Estados Unidos para trabajar, tener una familia y conseguir una prótesis nueva, pues dice que son muy caras en su país.

Caterine tiene miedo, tiene nervios, pero confía. “Vamos pa’ delante”, dice.

Cristian hace grupo con los venezolanos. Todos le dan vueltas a si cruzar o no. Me piden batería para cargar sus móviles y datos para poder comunicarse con su familia. Piedras Negras es la última parada antes de cruzar al “sueño”.

“Mami, ya me voy a entregar”, conversa Luis Adolfo, de 22 años y barbero de oficio.

“Muy bien, hijo. Dios lo bendiga”, le dicen desde Venezuela.

Cristian se conecta para pedir una dirección de familiares en Tennessee. Otro migrante del grupo también pide una dirección.

En eso arriba al lugar un grupo nutrido de migrantes, familias, jóvenes, padres, madres, niños con flotadores en los brazos, niñas en los hombros de los padres. También preguntan por el nivel del agua, si los oficiales de la Guardia Nacional de Texas a bordo de las lanchas los detendrán, pero en sus miradas está la decisión. Es el último paso. Se van a internar al río.

El último tramo

Grupos de la Guardia Nacional de Texas a bordo de balsas motorizadas miran, como matadores de toros que esperan la embestida, al contingente de migrantes que ya se formó. Son más de 40.

Comienza uno a introducirse al río. Luego otro y otra, y otro. “Tómense de la mano”, grita alguien. “Hagan cadena”, clama alguien más. En eso, el grito en perfecto español, como el tronido de un rayo: “¡Regresen a México!”.

Algunos migrantes se espantan. Caterine dice a Luis que mejor se vayan por el puente. Luis no quiere. La mayoría ingresa al río.

Caterine bota las muletas en México y cruza con apoyo. —Sin miedo al éxito —me dijo antes cuando le pregunté si temía pasar el río en su condición y ser posiblemente deportada.

El grupo azuzó a los venezolanos y al colombiano que le daban vueltas al asunto.

—¿Vas a cruzar siempre? —le pregunto a Cristian, quien dice que no sabe nadar.

—Es tiempo —responde, y pareciera como si la adrenalina del demonio de Tasmania que lleva en su sudadera se le impregnara.

Sobre las balsas, los oficiales de la Guardia Nacional texana tratan de impedir con gritos que los migrantes lleguen a la frontera:

—¡No cruzar! Move back! ¡Es ilegal! ¡Tienen que regresar! ¡Regresen a México! Don’t do it! ¡No entrada! Go por el puente!”.

Los migrantes les responden:

—Help me! Sorry! ¡Ayúdenos! ¡Somos seres humanos! ¡Viva Estados Unidos!

Conforme se acercan, se escuchan cantos religiosos, como de alabanza a Dios, que entonan los migrantes en los últimos metros.

Shut up! We don’t want you! ¡No hay Dios! Nobody loves you! Shut your mouth! —es la respuesta de los oficiales a los cantos y la avanzada del grupo.

La pequeña caravana llega al borde donde los esperan más oficiales, la Patrulla Fronteriza y un muro de alambre de púas que ha puesto el gobierno de Texas. Llegan camionetas, pero no los quieren dejar entrar.

—Hay niños —grita alguien—. Hay una discapacitada —dice alguien más. Los oficiales quieren que regresen y vayan al puente internacional. El grupo se niega. Es el último tramo, el último aguante antes de cruzar.

Casi una hora después, un oficial les pide que se cuenten: “1, 2, 3… 40 adultos”. Niños: “1, 2, 3… 8 niños”.

Atrás de ellos, otro grupo de 15 migrantes, todos hombres jóvenes, se interna en el río.

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