Catemaco.— El rostro seco de la muerte, de delgada y fina figura, surge de las tinieblas de un cuarto de una colonia popular donde la guadaña comparte espacio con cráneos de corderos y amuletos. La figura bañada con luz rojiza de un ser con cuernos y falo, junto a cruces invertidas, se levanta en las profundidades de una cueva. Los vestigios de civilizaciones antiguas comparten estantería con hierbas en una cochera de la zona.

Las imágenes de Jesús crucificado y la Virgen de Guadalupe se muestran en rincones insospechados del pueblo, un lugar rodeado por antiguos volcanes, lagunas encantadas, cuevas místicas, selvas impenetrables y leyendas de brujos, brujas, hechiceros y chamanes que lo mismo lanzan maldiciones, “curan” negocios, ranchos y enfermedades, que atraen amores, dinero y salud.

Los altares para rendir tributo a seres místicos y religiosos en una mezcla de identidades de culturas prehispánicas y del Nuevo Mundo surgen en casas particulares y comercios donde la magia negra y blanca vive en un sincretismo acogido en este lugar ribereño del sur de Veracruz, llamado Catemaco.

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Los centros ceremoniales para rendir culto a Dios, a Jesús, a los santos, arcángeles, querubines, serafines, Luzbel y a los dioses de antepasados forman parte de la cotidianidad de Catemaco, considerada la cuna de la santería en México, una localidad que recibe gustosa esa denominación.

Ante este panorama, autoridades organizan el Festival del Primer Viernes de Marzo, con curaciones a domicilio, invocación a los cuatro puntos cardinales, charlas, gastronomía y hasta un baile en honor a Lucifer. El primer viernes de marzo es un día para invocar a seres sobrenaturales, sacrificar corderos y, de paso, atraer turismo.

El Brujo Mayor

Llegar a uno de esos sitios es una aventura. Una polvosa calle con pronunciadas subidas y vados lleva hasta una colonia llamada El Paraíso I, edén de uno de los centros ceremoniales más conocidos: el hogar y consultorio de El Brujo Mayor, Enrique Marthen Berdón, adorador de Leviatán.

Un perro negro recibe a los visitantes en un oasis verde de plantas y flores, con una capilla en honor a la Virgen de Guadalupe, una figura religiosa que los extraños jamás pensarían ver a pocos metros de una fachada principal con cráneos de corderos, rostros de Mefistófeles y murales con brujos y cuervos negros.

El reducto de selva sirve para las limpias comunitarias; la explanada principal con una estrella de cinco picos y cruz católica invertida, para las misas negras; el temazcal, para el renacimiento de una nueva vida; la cueva de Lucifer, con una efigie del demonio de 2.60 metros, para los conjuros y la obra en construcción, el nuevo templo que se erige en honor al maligno con todo y las protestas de grupos católicos.

“Mucha gente lo critica porque dice, ‘¿cómo es posible que en su casa tengan al Diablo?’, y luego dicen: ‘Están conviviendo con la Muerte’”, lanza El Brujo Mayor parado desde la estrella de cinco picos. “En realidad”, afirma con voz pausada, “el Diablo vive en nosotros, así como Dios vive en nosotros, los dos conviven en nuestro interior y uno es el que le da el giro para volverte bueno o para volverte malo. Y desde el momento en que tú naciste estás destinado a morir, no estás conviviendo con ella, desde el momento que naces, ella forma parte de ti”, afirma.

Las imágenes de la Santa Muerte, cubiertas con sus túnicas, colocadas una tras otra en el consultorio de Marthen Berdón, ven a lo lejos a la docena de creyentes que esperan ser atendidos para tres cosas principales: el dinero, amor y salud.

Historia

Mucho antes de que se fundara la pequeña ciudad, personas visitaban el sitio, dicen sus moradores, para hacer rituales gracias a la convergencia energética por estar enclavado en medio de lagunas, como la de Catemaco y Nixtamalapa; el cerro del Mono Blanco, una montaña sagrada en la antigüedad, los cerros San Martín y Santa Martha y túneles nacidos en un corredor volcánico.

Culto a Huichilobos u Ochilobos, como popularmente se conocía al dios del mal de los antepasados, en un adoratorio en una cueva del cerro llamado Mono Blanco por los españoles, porque así nombraban al demonio, recuerda el cronista de la ciudad Salvador Herrera García.

Los primeros vestigios de la brujería en la zona, afirma, aparecen en el lejano 1580, cuando Juan de Medina, alcalde mayor de Tlacotalpan, una población cercana, describió que los pobladores “adoran a Ochilobos, que es el demonio y lo tenían pintado en piedras, y en bultos de barro que hazian (sic) sacrifican a este ídolo algunos esclavos...”.

La práctica de chamanismo se ha mantenido por milenios y se ha transformado de acuerdo a las necesidades de los grupos sociales, recuerda el cronista.

La magia blanca

En una antigua casa del centro de Catemaco, donde se hacen curaciones con plantas medicinales, alineación de chacras, lecturas de cartas y rituales blancos de curación, aparece un hombre de 76 años ataviado a la vieja usanza: sombrero de hechicero, collar con rostros indígenas y túnica con vistas de piel de víbora.

Los rostros y las pieles de dos coyotes, colocados a los costados de su asiento, miran fijamente al extraño, lo mismo que Luis Marthen Gutiérrez, conocido como El Hechicero de Magia Blanca, un maestro de las ciencias ocultas y herbolario experto.

Bajo la mirada de Jesús en la cruz y con sus hierbas olorosas, lanza hechizos para juntar parejas, curar males y desbaratar lo diabólico. Rompe maleficios de magia negra. “Lo traemos desde nuestros ancestros, creemos que los olmecas eran grandes herbolarios, grandes conocedores de plantas medicinales”.

Desde tiempos pasados, recuerda, el don aparece y logran practicar alguna de las siete magias. “Sabiendo utilizarlo no es malo, el bien es la cosa sagrada de Dios y Cristo y hay quien cura con ello, lo que sí es un poco difícil es tener mano curativa”.

Brujos de Catemaco

Los brujos de Catemaco provienen de una estirpe de curanderos, como don Gonzalo Aguirre, María Sabina, Manuel Utrera, Carmen Hernández.

A través de los años, rememora el cronista de la ciudad, cobraron renombre ciertos personajes extraños que, en su momento, se proclamaron estudiosos de lo oculto, maestros de las magias de todos colores y dueños de sobrenaturales poderes.

De este modo, el pueblo recuerda a la bruja Carolina, con sus nocturnos recorridos por el pueblo; a don Valentín, cuyas “agujas mágicas” señalaban en qué órgano del cuerpo estaba el mal del encantamiento; a Julián y sus limpias curativas; e Hilario, El chupador especialista en curar el mal de ojo.

¿Verdad o mentira?. Como todo lo que no tiene explicación racional, la llamada brujería se pasea en el filo de la navaja, entre la credulidad y la duda. Mientras tanto, afirma el cronista, en estos rumbos abundan los consultorios con pintorescos nombres desde El salto del tigre, El dragón rojo, El brinco del león, La tumba de las calacas, El búho negro, entre muchos otros.

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