Ayotzinapa, Tixtla.— Alexis Martínez se siente feliz estudiando en la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa: es una boca menos que tiene que alimentar su madre en el Istmo de Tehuantepec, Oaxaca, y eso lo mantiene tranquilo.
Alexis tiene 21 años y cursa el primer grado en la licenciatura en Educación Primaria. Por petición de su madre y su hermana esperó dos años para tratar de ingresar a la normal; En ese entonces, en casi todo el país el movimiento por la desaparición de los 43 estudiantes estaba incontrolable.
En esos dos años, Alexis estudió la carrera de Ingeniería Eléctrica por las mañanas y en las tardes trabajó en un mototaxi, donde ganaba 70 pesos al día.
El año pasado tres razones lo empujaron a no esperar más para ingresar a Ayotzinapa. Primero, ingeniería no le gustó. “Yo no quería trabajar para algo que no me satisface, me estaba generando mucho gasto, a veces eran 500 pesos a la semana en material”, dice Alexis mientras hacemos fila en el comedor de la normal. Segundo: en su pueblo los asaltos y asesinatos se incrementaron y el acoso contra los mototaxistas resultó insoportable. “En mi pueblo no hay mucho trabajo, sólo de eso encontré y que me permitía estudiar, pero ya era mucho peligro”. Y tercero, los sismos de 2017 derrumbaron en 60% su escuela.
La única alterativa. Este año ingresaron a Ayotzinapa 140 estudiantes. Historias como la de Alexis se repite una y otra vez entre sus compañeros: jóvenes que por falta de dinero ingresaron a la normal porque se convirtió en su única opción para estudiar. Eso es cierto: aquí están los hijos de los campesinos, de los pobres de Guerrero y de otros estados. ¿O cómo se puede entender que estos jóvenes resisten tantas carencias por seguir estudiando?
Estudiar en Ayotzinapa puede ser sinónimo de resistencia. Resistir a La Caverna, esos cuartos húmedos, oscuros, con chinches donde viven amontonados unos cinco o seis jóvenes. A la mala alimentación, a la falta de infraestructura adecuada, a la falta de apoyo gubernamental, a las largas ausencias de casa. Resistir a la represión. Sobre todo a la represión que le ha costado muchas vidas.
En la última década, los jóvenes de Ayotzinapa han sido reprimidos de muchas formas. En 2011, dos estudiantes, Jorge Alexis Herrera y Jesús Echeverría, fueron asesinados por policías estatales y federales en la autopista del Sol cuando bloqueaban la vía para exigir una reunión con el entonces gobernador Ángel Aguirre Rivero, para pedir mejoras para la escuela.
En 2014, se vino el golpe más fuerte contra la normal, la desaparición en Iguala de 43 jóvenes, el asesinato de otros tres y uno más está en coma por lo ocurrido la noche de aquel 26 de septiembre. Los dos casos están impunes.
Vida de carencias. Alexis tiene muy claro por qué está resistiendo las carencias, las largas jornadas de estudio y trabajo en Ayotzinapa: es por su mamá, Lucía Ruiz, una mujer de 58 años quien ha tenido que sostener a sus seis hijos sola. Su padre los abandonó y ella se hizo cargo de todo: de proveer la comida, la ropa, los estudios. Lucía ahora sobrevive vendiendo tortillas de horno, un trabajo que la obliga a estar pegada al fuego por mucho tiempo.
La normal para Alexis ha representado tener sus tres comidas al día, un cuarto para dormir, estudiar sin pagar un solo peso, sin que a su familia le represente un gasto.
“En mi casa hemos pasado momentos muy difíciles, me ha tocado ver cómo mi mamá cuenta cada peso, cómo todo está contado para que alcance, por eso quiero retribuirle algo a ella”, explica Alexis.
Movilizaciones para exigir demandas. La normal de Ayotzinapa es distinta a casi todas las demás. En la puerta un letrero recibe a los visitantes: “Ayotzinapa, la cuna de la lucha social”. En esta escuela no sólo se forman profesores, también dirigentes sociales. Acá los días transcurren cumpliendo cinco ejes fundamentales: el académico, el político, el cultural, el deportivo y el productivo.
Hay temporadas en que las clases se suspenden y los estudiantes se vuelven luchadores sociales, salen a las calles a marchar, a bloquear carreteras para exigir mejoras o justicia por sus compañeros asesinados o desaparecidos.
“La parte política para nosotros es fundamental, en mi caso y de muchos compañeros que vinimos de zonas rurales, comenzamos a liberarnos, a entender que tenemos derechos y a defenderlos”, dice Alexis.
Los 140 jóvenes que año con año entran a Ayotzinapa se preparan para estar frente a un grupo, pero también reciben clases de socialismo, de la vida comunitaria, aprenden a bailar, a tocar un instrumento y replican lo que muchos hacen en sus pueblos: siembran maíz, flores, crían cerdos, vacas.
“Nos preparan para salir a enfrentar la realidad de los pueblos, pero también para transformarla. Ayotzinapa te da muchas herramientas y uno sabe si las aprovecha o no”, explica Alexis parado frente al corral de cerdos que están criando desde que entraron a Ayotzinapa.