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estados@eluniversal.com.mx
Ensenada.— En San José de la Zorra, un poblado en el norte de la ciudad donde viven unos 250 indígenas kumiai, se encendió la mecha que vistió de fuego parte del estado durante los últimos días y también es el sitio en el que los habitantes combatieron las llamas por 48 horas, antes de que las autoridades les enviaran ayuda.
Esta región escondida entre las montañas —amurallada por plantas sagradas como la salvia, el junco y el sauce— es una de las dos áreas en el puerto donde la Comisión Nacional Forestal (Conafor) reportó la mayor afectación de las cuatro ciudades que se incendiaron por la condición de vientos Santana, con 7 mil 880 hectáreas siniestradas. No hubo muertes ni casas destruidas.
Eran las 8:00 horas del jueves 24 de octubre cuando Fausto, un promotor cultural de 24 años, escarbaba entre el huevo y el frijol del plato de desayuno que su mamá les había preparado a él y a su hermana.
Sentados, desde la mesa en la cocina, alcanzaron a mirar el primer manchón de humo que se alzaba desde el cañón Agua Escondida —por el arroyo Los Laureles—, como a unos 8 kilómetros.
En San José de la Zorra no hay señal, los cerros impiden que penetre algo más que el eco de sus propias voces, el cual les funciona para comunicarse. Así que Fausto, vestido con botas vaqueras y pantalón de mezclilla, fue al taller de la comunidad, donde otras personas también se reunieron.
No hubo tiempo ni manera de reportar el incendio, era como si estuvieran rodeados por el fuego.
Los miembros de la comunidad cargaron palas y cualquier cosa que les ayudara a echar la tierra sobre la conflagración, pelearon contra ella y la combatieron.
Una hora más tarde se unieron dos policías municipales, cinco voluntarios y bomberos del poblado El Porvenir. Llegaron en un carro pequeño que apenas andaba entre la terracería, equipados sólo con un tambo de agua.
Eran como una especie de corta viento: ocho hombres fungiendo como barrera humana para impedir que las llamas se extendieran.
A su regreso, los postes en llamas, el estruendo causado por los cables prendidos y las maderas aterrizando en su tierra sagrada lo hicieron aumentar la velocidad para evitar que el incendio los alcanzara.
Para la noche del primer día los bomberos se habían retirado: no les quedaba luz, no había llegado otro apoyo y aún enardecía. A pesar de que era casi medianoche, tíos, primos y otros integrantes de San José de la Zorra se organizaron para arrimar tierra y combatieron sin tregua al fuego hasta el viernes.
Los vientos tenían ráfagas de más de 70 kilómetros por hora, según Protección Civil, pero la comunidad kumiai no dejó de trabajar.
“Piensas que lo vas a sofocar [al fuego] y le echas tierra y más tierra, pero parecía que le echábamos gasolina, y con el viento en contra, peor”, recuerda Fausto.
Pierden tesoro
El incendio no cobró vidas humanas ni viviendas, pero sí los terrenos de las plantas medicinales, las cuales también usan como artesanías y son el principal sustento de la comunidad.
Tendrán que pasar más de 20 años, explica el joven que también es cantante tradicional, para que puedan recuperarlas.
El viernes ya no estaban solos, de su lado combatían el fuego miembros del Instituto Nacional de Pueblos Indígenas, que, lo mismo adultos de 60 años o niños de 12 y 14, echaban tierra a las llamas que se llevaban todo a su paso sin perdón.
Crearon barricadas con una máquina que tenían en la comunidad. Las ancianas recolectaban agua y comida, todas a pie del fuego; detrás estaban los voluntarios, ofreciendo su humanidad.
Fausto recuerda mucho el rostro de Beatriz Carrillo, de más de 70 años, la más anciana en la comunidad. Parada a un lado de todos, muy seria, clavaba sus ojos en el fuego y se perdía entre las cenizas, tocaba sus manos como en forma de oración y abrazaba a su angustia.
Pocas horas antes, cuando el camino estaba libre, alguien de la comunidad había ido al poblado de El Porvenir. Ahí habían visto trabajar a elementos del Ejército Mexicano, la Marina y la Conafor, también había bomberos y voluntarios.
Para esas fechas, las autoridades municipales ya habían desalojado el área y ahí fue cuando cayeron en cuenta que estaban solos.
“Nos dijimos: ‘Ni modo, hay que organizarnos más’”, narra.
Entre las 6:00 y las 7:00 de la mañana del sábado llegaron elementos de las Fuerzas Armadas. En unos cuatro vehículos se acercaron a preguntar dónde estaba el fuego y se dirigieron a él para empezar a trabajar. Antes de irse, recibieron botellas de agua que les ofrecieron los pobladores de San José de la Zorra.
Ese día, dice Fausto, se retiraron. Ya no había peligro, argumentaron: “Nosotros no bajamos la guardia. Pensamos: ‘Estamos solos en esto y así son las cosas, así que a darle’ (...) Ahora pensamos en prepararnos mejor, quién sabe, a lo mejor esto nos hace más fuertes”.
Gilberto González, un voluntario, escribió un comentario al retirarse del sitio: “Ocupados en las zonas de la industria vitivinícola en Valle de Guadalupe, los zorreños iniciaron por su cuenta lo que probablemente salvaría a sus hogares o por lo menos lucharían por ellos. Con ese arraigo por la tierra, no permitieron que los desalojaran sin antes hacer sonar el machete, [echar] bombas de agua y cargar a peso cubetas rumbo al empinado cerro de San José”.