Elena tejía una servilleta en su sillón cuando empezó la balacera. Eran cerca de las 16:00 horas cuando cientos de detonaciones rompieron la tranquilidad de aquel domingo 17 de enero. Afuera se escuchaba un tableteo constante de disparos que era respondido por balazos pausados y secos.
Sicarios de Los Cristaleros habían emboscado a los pobladores indígenas de Zitácuaro, Michoacán, que pretendían sacarlos de su pueblo.
Los primeros llevaban armas de uso exclusivo del Ejército; los otros, se defendían con fusiles del siglo pasado. Elena pensó que el enfrentamiento duraría poco, pero después de dos horas el ruido no cedía. Saldo final: 12 muertos. Cuando vio a sus vecinos asesinados se le bajó la presión. No pudo asistir al velorio colectivo.
Elena dice con voz firme: “El poquito dinero que tenemos para comer lo gastamos para usar armas”. Es una mujer indígena mazahua de la comunidad Donaciano Ojeda. Tiene 51 años, pero las grietas de su piel, que se ven en su rostro semicubierto por un rebozo, hacen que parezca mayor.
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Sostiene entre sus manos un rifle que contrasta con el rosa salmón de su suéter. A pesar del frío, viste una falda lisa gris y unos zapatos bajos que se han cubierto de tierra durante su guardia nocturna en la barricada que le ha tocado cuidar.
Detrás de ella, unos 40 vehículos con hombres armados aguardan pacientes a que termine de hablar. Son comunidades indígenas que se han alzado en armas para combatir a Los Cristaleros.
Desde el 14 de diciembre pasado, pobladores y pequeños productores de aguacate de tres comunidades indígenas al norte de este municipio (Donaciano Ojeda, Crescencio Morales y Francisco Serrato) advirtieron que extraños habían ingresado a sus pueblos para vender cristal —una droga que se ha popularizado entre los jóvenes de la región— y para extorsionarlos. Decidieron armarse y expulsarlos. Los nombres de los entrevistados han sido modificados por seguridad.
Los Cristaleros pertenecen a Cárteles Unidos, una organización criminal de remanentes de La Familia Michoacana y Los Caballeros Templarios. Le disputan el control al Cártel Jalisco Nueva Generación en Michoacán.
Su método era sencillo: llegar a los pueblos y ofrecer la droga a los jóvenes, engancharlos y después darles trabajo en la organización. Luego comenzaron a tener más presencia en las tres comunidades —que presentan altos grados de marginación— y empezaron a secuestrar y a extorsionar a los pobladores. Les exigían 12 mil pesos por cada hectárea de aguacate, un producto que ellos venden a los intermediarios a 12 pesos el kilo, pero que en la Ciudad de México se comercializa hasta seis veces más caro.
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Sólo en el segundo semestre de 2020, las exportaciones de aguacate aumentaron 12% respecto al año anterior.
El punto crítico de la violencia se registró entre el 17 y 18 de enero, cuando 12 personas murieron en una balacera que duró varias horas, sin que la policía municipal de Zitácuaro ni la Guardia Nacional, con un cuartel a 15 minutos, hicieran algo para evitarlo, a pesar de que los pobladores fueron a solicitar su apoyo para buscar a Los Cristaleros.
Horas después, Silvano Aureoles, gobernador de Michoacán, declaró que “hay informes que los ataques fueron por una confusión entre los habitantes, que respondieron a una falsa alarma de que había ingresado un grupo criminal al lugar”.
Los pobladores son claros: no fue una confusión, sino un ataque perpetrado por Los Cristaleros, del que tuvieron que defenderse. Acusan que la Fiscalía General de Michoacán sólo registró nueve muertos en la zona, sin contar otros tres. Se solicitó entrevista con la fiscalía, pero no hubo respuesta.
Michoacán: punto estratégico
A lo largo de 2020 se registraron en Michoacán mil 976 homicidios dolosos, según cifras oficiales, y la violencia alcanzó a las comunidades indígenas que se ubican a dos horas de la capital.
Falko Ernst, experto en crimen organizado, explica a EL UNIVERSAL que en Michoacán existen diversos mini poderíos de grupos pequeños que, aunque ya no participan de manera importante en el mercado internacional de drogas, han diversificado sus actividades criminales.
“Ahora se concentran más en mercados locales, en la extracción de recursos y en la extorsión, como ocurre con los productores de aguacate.
“Primero buscan controlar el territorio, luego comienzan a vender drogas, sobre todo cristal, y después buscan qué recursos pueden extraer de ahí. Si es una zona aguacatera, extorsionan a los campesinos”, afirma.
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Michoacán, dice, es un punto fundamental porque cuenta con el importante puerto de Lázaro Cárdenas, además de minas de hierro, grandes regiones aguacateras y limoneras y extensos bosques con maderas preciosas.
En el caso de las comunidades de Zitácuaro, 30% del territorio está destinado a la producción de aguacate y 70% pertenece al bosque que forma parte del Núcleo de la Reserva de la Biósfera de la Mariposa Monarca, un territorio que a principios de la década del 2000 tuvieron que defender de los talamontes.
En ese entonces, las comunidades se armaron, organizaron rondas permanentes de vigilancia y reforestaron lo destruido.
“Aquí hay tres comunidades que han ganado el Premio Nacional al Mérito Forestal. Las comunidades ya están en otro proceso, no sólo de conservación y de cuidado, sino de protección de sus bosques”, cuenta Rubén, cuidador del bosque.
Esta experiencia es el antecedente de los actuales grupos de autodefensa. Aunque no se autodenominan a sí mismos de esa manera, han exigido durante meses el reconocimiento de sus guardias comunitarias y presupuesto público para formalizar su policía de pobladores.
“La fiscalía de Zitácuaro y el director policial nos han propuesto unirnos a un grupo de supuestos productores, que en realidad eran miembros de un grupo delictivo”, explica Luis, un poblador que dedica sus noches a cuidar los puntos de vigilancia. Los habitantes también exigen que los asesinatos de los últimos meses sean investigados con justicia.
Mujeres armadas
En las barricadas de las entradas a las comunidades hay mujeres de todas las edades, como Catalina, mazahua de 60 años. Fue la primera en integrarse a las guardias nocturnas.
“Mis compañeras tienen miedo. Yo también, pero estoy decidida a luchar por mi comunidad, por las comunidades vecinas y quiero ponerles el ejemplo que como mujer también nosotras podemos”, asegura.
“Ya estuvo bien de toda la delincuencia que hay. Mis hijos ya son grandes, pero quiero luchar para los que vienen detrás de mí, para la nueva generación. Quiero luchar para mis nietos”, dice.
Después de que Catalina se integró a las barricadas, otras mujeres siguieron su ejemplo. Una de ellas es Concepción, quien lleva 34 años viviendo en Zitácuaro y también se dedica a la producción de aguacate.
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Afirma que nunca se había presentado una situación tan grave de violencia en su comunidad: “Las personas que tenemos armas aquí nos ha costado.
“No quiero que cuando vean a los hombres con armas, la policía michoacana o la Guardia Nacional se las quite. Nos estamos defendiendo”, argumenta.
Además de buscar que su policía comunitaria sea reconocida, los pobladores de estas comunidades tienen en la mira el reconocimiento de la autonomía indígena: “Estamos solicitando la autonomía, el reconocimiento y la asignación de un presupuesto para poder cuidarnos.
“Se hicieron peticiones a la Guardia Nacional, a la policía municipal y a la de Michoacán. Ninguna acudió, por eso la policía comunitaria”, explica Ricardo, uno de los representantes comunitarios de Donaciano Ojeda, una localidad con aproximadamente 600 hectáreas de aguacate y cerca de mil 700 de bosque.
Ernst define el surgimiento de los grupos de autodefensa como expresiones de desesperación en situaciones de vulnerabilidad.
“Es una alternativa compleja porque ese poder comunitario se puede convertir en una estructura sin rendición de cuentas, donde puede haber abuso de poder. En Cherán y Ostula sí les ha funcionado [para defenderse del narco] porque se han desecho de los partidos políticos que eran entrada a intereses criminales”.
En una de las barricadas, compuesta por decenas de personas armadas iluminadas por un reflector, Luis, sin soltar su rifle, resume lo que buscan: