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La Montaña de Guerrero
En este pueblo, el tiempo está construido con una arquitectura distinta: el sonido no es un parámetro para medirlo, pues tanto de día y de noche predomina el silencio.
El contraste entre claridad y oscuridad es lo que distingue el paso del reloj: las personas no caminan por las calles, los niños no juegan en la cancha, los carros no circulan. El único sonido que delata a la noche es el canto de los grillos.
Este pueblo se está vaciando poco a poco. Hace tres años inició un éxodo silencioso que muy pocos han visto, que no perturba ni le importa a nadie. De las 130 familias que lo habitaban quedan 30 y su ausencia se siente. La pobreza y la marginación también.
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Conseguir algo de comer es un reto. Acá no están acostumbrados a vender alimentos, de entrada, porque nadie compra, pero en realidad se debe a que muy pocos tienen algo que ofrecer. Lo poco que tienen lo cuidan, lo estiran.
Por eso, los pobladores han preferido huir —sí, huir— de la pobreza, de la falta de empleos, de servicios básicos, de escuelas, de médicos... y también de
la marginación.
Hasta hace tres años, aún tenían algo que les daba un poco de dinero: sus cosechas de amapola. Acá, con la siembra de la flor ocurría algo distinto a lo que sucede en otros pueblos de Guerrero: ésta arraigaba a los ciudadanos.
Ahora, sin amapola no hay trabajo, no hay arraigo... todos huyen.
María dejó tres menores a su suerte
María salió huyendo de este pueblo después de que la siembra de amapola dejó de ser una fuente de empleo.
Acaba de cumplir un año trabajando en el corte de fresas en la ciudad de Salinas, en California, Estados Unidos. Todo ese tiempo no ha podido enviarle dinero a sus tres hijos, quienes se quedaron solos en su pueblo. Lo que ha ganado es para pagar los 200 mil pesos que le prestaron para cruzar la frontera entre México y Estados Unidos.
María está por terminar de pagar el préstamo y espera que este año sí pueda enviar dinero para que sus hijos tengan qué comer y vestir, y puedan ir a la escuela. Mientras, Jaime, de 17 años, Vicente, de 12, y Bernardo, de 11, se las seguirán arreglando solos.
Nueva droga influyó en debacle
En 2016, en este pueblo lo que faltaban eran manos para recoger la cosecha de amapola. Tenían que salir a las comunidades vecinas a buscar trabajadores porque acá todos estaban ocupados: unos sembrando y los que no tenían dinero para invertir o tampoco tierras, se rentaban para limpiar, fertilizar, rallar o cosechar la goma.
“Mis tierras no son buenas, pero recuerdo que me iba de peón, terminaba en la siembra de uno y me iba a la de otro”, recuerda Abelardo, quien ahora es el secretario de comisario y representante de la escuela primaria ante el programa federal Escuela Nuestra.
De peón, afirma, ganaba hasta 150 pesos, pero había trabajo para él, su esposa y hasta para sus hijos. En los tiempos de cosecha, cada familia obtenía mínimo 600 pesos diarios.
Hubo un momento en que algunos pobladores sembraron amapola hasta tres veces al año: la demanda era mucha y constante. Juntaban entre todos hasta 30 kilogramos de goma al día en temporada de cosecha.
Llegaban hombres en camionetas por las flores. El trato era con un representante del pueblo, quien juntaba toda la goma. Unos pagaban por el kilogramo 15 mil pesos, otros, 17 mil, y en una ocasión lo pagaron a 20 mil pesos.
En el pueblo se recuerdan temporadas muy buenas, como en 2016, cuando Ricardo, un adolescente de 16 años, sembró solo media hectárea y cosechó 2 kilogramos.
Recuerda que ganó 30 mil pesos que compartió con sus papás y se compró ropa y un celular.
Esos tiempos se terminaron. En 2017 llegaron otra vez los hombres de Acapulco, Chilpancingo, Tlapa o Puebla. Les ofrecieron 7 mil pesos por kilogramo. Todos se negaron. La oferta apenas y les daba de ganancias mínimas.
Ese año nadie vendió, todos se quedaron con sus cosechas esperando a que un nuevo comprador les hiciera una mejor oferta, pero nunca llegó.
Guardaron casi un año las flores, hasta que se animaron a venderlas a 7 mil pesos, pero esta vez tuvieron que llevarla hasta Acapulco, corriendo el riesgo que eso implica.
En 2019 casi nadie sembró, la mayoría comenzó a huir.
“No sé qué pasó, se fue para abajo [la venta]. Ya no hay salida. No supimos por qué dejaron de venir [los compradores], la cosa es que la gente dejó de trabajar”, dice Abelardo.
Campesinos de la Sierra, donde los cultivos de amapola han disminuido, tienen una explicación para la baja del precio: la incursión de una droga sintética conocida como China White, elaborada a base de fentanillo —sustancia que ha superado la demanda de heroína, sobre todo en Estado Unidos.
En 2019 ocurrió algo que aceleró el éxodo: el gobierno federal asumió por primera vez la entrega de fertilizante gratuito y lo hizo con un retraso de hasta tres meses y de forma incompleta.
“La milpa no se dio, a mí no me alcanzó el fertilizante, fueron cuatro bultos. Yo sembré 2 hectáreas y me alcanzó para media”, dice.
Ahora Abelardo sale a buscar trabajo en las comunidades vecinas, sabe de electricidad, pero, dice, apenas alcanza a juntar unos 2 mil pesos al mes.
—Cuando no te alcanzan los 2 mil pesos, ¿cómo le haces?
—Pues me aguanto
—¿Y tus hijos?
—Pues se aguantan también, comemos pura tortilla.
Abelardo piensa irse de la comunidad. Ahora no puede, tiene una responsabilidad que le asignó el pueblo, y acá, las encomiendas se cumplen.
Tlapa, la opción
“Me llamó Jaime y también quisiera irme del pueblo, pero ahorita no puedo, estoy a cargo de mis hermanos menores: Vicente y Bernardo.
“Vivimos con mi abuelita, ella nos da de comer, pero no le alcanza. Me tengo que ir a la Tlapa a trabajar porque acá no hay chamba.
“Antes se trabajaba en la amapola, de albañiles, pero la mayoría se está yendo a Tlapa. Los que están allá es porque tienen familiares en Estados Unidos.
“Mi mamá dijo que nos vamos a ir a Tlapa, pero le dije que allá es más caro y luego mis hermanos no hablan español. Este año sembramos maíz y frijol, sembramos como unos 3 kilos de maíz, que son como 2 hectáreas.
“No sembramos amapola porque se ocupa mucho tiempo y tienes que sembrar mucho para que convenga, y la verdad sembramos poco. Cuando estaba mi jefa sí lo hacíamos, pero poco. A veces nos salía un kilo, que vendíamos a unos 12 o 15 mil pesos, dependiendo de a cuánto lo pagaban.
“No teníamos para pagar chalanes, nosotros tres y mi mamá éramos los que sembrábamos, pero cuando no sembrábamos nos íbamos todos de chalanes: mi jefa a la limpia de planta y nosotros a la rallada.
“Este año me tuve que ir a trabajar a Tlapa con mis hermanos porque no teníamos para comer. Mi mamá no nos ha dicho cuándo regresa, pero yo creo que va a ser en unos dos o tres años.
“¿Mi papá? No sé dónde está, nos dejó cuando yo tenía tres o cuatro años.
“¿Sí extraño a mi mamá? La verdad sí la necesito, estábamos más bien cuando ella estaba. Ahorita ya no siento tan pesado, ya he aprendido más cosas.
En 2013, con el huracán comenzó todo
Este pueblo no siempre se dedicó a cosechar amapola. Es más, ésta no era su comunidad. En 2013, con la tormenta Manuel y el huracán Ingrid, la comunidad quedó desbastada, inhabitable. La lluvia desgarró el cerro que la rodeaba y la cubrió por completo.
Unos dejaron la pobreza y entraron en la miseria. Perdieron todo: casa, ropa, animales, trabajo y dinero. La mayoría tuvo que comenzar de nuevo. Una de esas familias es la de María y sus hijos.
“La tormenta por poco nos llevaba. Ese día salimos corriendo y luego, como a la media hora, se derrumbaron el cerro y mi casa. No pudimos sacar nada. La gente pensó que nos había llevado el agua, nos gritaban, pero nosotros quedamos del otro lado”, recuerda Jaime.
Ese día, el agua atravesó la casa, la dejó con un hoyo y se llevó las paredes.
Un año antes, en 2012, María había regresado de Estados Unidos con algo de dinero y en su casa, en su antiguo pueblo, montó un tienda de abarrotes.
Vendía refrescos, alimentos y frutas. Por un momento, su familia pensó que la vida le había sonreído.
“Allá estábamos bien, mi mamá ya había hecho una tienda, se había ido al gabacho y había regresado. Vendíamos casi de todo: refrescos, frutas, lo de una tienda, pero la lluvia nos dio en la madre”, dice Jaime con resignación.
Anduvieron meses como nómadas, viviendo bajo toldos, durmiendo casi en la tierra.
Hasta 2014 se asentaron en un lugar que les construyó el gobierno federal. Nada fue lo mismo: ahora viven en casas diminutas, sin patios, sin poder tener animales... en construcciones fuera de la cosmovisión de los pueblos originarios. “Desde entonces no nos podemos reponer, han sido años muy complicados”, dice Jaime.
Algo no cuadra
En la última década, Guerrero ha estado metido en una espiral de violencia brutal y las autoridades la han reducido a la disputa entre organizaciones criminales por el control de los cultivos, la producción, tráfico y comercialización de drogas, sobre todo, de la heroína, un derivado del opio.
La Montaña se mantuvo medianamente tranquila esta década, pese a que en sus pueblos no se dejó de cosechar amapola. Ahora que las comunidades se están despoblando porque no se siembra la flor, la zona pasa por su momento más violento: los asesinatos, desapariciones y secuestros son recurrentes. Algo no cuadra, dicen los pobladores.