Tijuana. La primera noche que durmió fuera de prisión, Alina llegó al cuarto de un refugio. Después de tres años de estar en una celda, por fin regresó a la comodidad de una cama y un baño con agua caliente, pero cuando salió de bañarse y notó que esa habitación no tenía ventana, su respiración comenzó a agitarse, los latidos eran como si el corazón fuera a escaparse de su pecho y, solo entonces, pensó: “No recuperé mi libertad para volver a encerrarme, no voy a ser presa del miedo”.

Desde diciembre de 2019 Alina Mariel Narcizo Tehuaxtle fue encarcelada en el penal de La Mesa, en Tijuana, por asesinar a su pareja en defensa propia mientras él la golpeaba. A casi cuatro años de esa fecha recobró su libertad, tras una audiencia de segunda instancia en la que tres magistrados consideraron que su caso no fue juzgado con perspectiva de género. Habría pasado 45 años en una celda, según la sentencia.

Desde su salida, Alina poco a poco reconstruye su vida para recuperar el tiempo y también para encontrar un sentido a esta oportunidad de libertad por la que peleó desde su primer día en prisión. En sus planes no está retirarse del servicio público.

En entrevista con EL UNIVERSAL, es muy clara en sus objetivos hacia futuro.

“Creo que mi deber es estar donde más me necesitan, pelear desde adentro. Qué fácil sería sólo recuperar mi libertad, tomar mis cosas e irme”, dice con firmeza mientras abraza a su madre, Socorro, y a Edwin, su hermano menor.

Los tres comparten una sonrisa que les abarca todo el rostro, de lado a lado, ambos son los pilares que sostienen la resiliencia de la joven ex policía. “Creo que si estoy aquí, libre, es porque tengo algo grande qué hacer, no para mí, sino para los demás”.

Lejos de la venganza, Alina lo que persigue es la redención para quienes también han sido juzgadas sin perspectiva de género, para las mujeres víctimas de violencia que han sido abandonadas por un sistema que se niega a reconocer no sólo los golpes físicos, sino aquellos que son institucionales, y que además de revictimizar, rompen la confianza para que puedan denunciar. También de aquellas que al sobrevivir y defenderse, terminan en una celda juzgadas y condenadas.

Ella dice que su madre ha sido un ejemplo de lucha y resistencia. En los últimos días, el tiempo, a diferencia de la cárcel, ha sido más que veloz, las 24 horas de un solo día no alcanzan para darse todos los abrazos que les fueron arrebatados con esa sentencia, los besos y caricias que estaban bajo el escrutinio de custodios armados y uniformados. Es ahora en su primer día de descanso que ambas están fuera de los reflectores y de las giras de gobierno.

Es aquí cuando se sinceran, en medio de algunas lágrimas, sobre lo que ambas vivieron en su propia prisión.

Mientras Alina habla, la mirada de Socorro se posa en el rostro de su hija, sus ojos lanzan una ternura que es como un abrazo para ella. Sentada, en medio de una mesa que comparte la familia por primera vez, recuerda que un domingo antes de la audiencia no le permitieron visitar a su hija en prisión, había llegado un minuto antes de que cerraran la puerta y no pudo convencer a los custodios, les repetía que aún era tiempo, pero no logró convencerlos.

Socorro cambió su ruta, ese mismo día se fue al primer templo que halló y ahí se hincó, le pidió a Dios por la libertad de Alina, le pidió perdón, dice, por las violencias que ella vivió y se repitieron en su hija, porque las mujeres siempre terminan por culparse de los golpes que alguien más empuña contra sus cuerpos porque así se ha enseñado, explica.

Aunque Socorro y su hijo tienen una casa a donde regresar, Alina ha cambiado de domicilio.

Desde que recobró su libertad es cautelosa y se sabe cuidar, sabe que hay una corporación en donde no todos abrazan su nueva realidad fuera de una celda, porque es la misma gente que antes de defenderse la abandonó. Guardaron silencio frente al abuso, mientras usaban un uniforme que los comprometía a velar por la seguridad de los ciudadanos.

Mientras Socorro bebe un poco de café, intenta disimular una pequeña lágrima que cae en las marcas de una ligera sonrisa; luego rompe el silencio con una frase lapidaria que dedica a todos aquellos que se burlaron, desde sus puestos de poder, de su desgracia y dolor.

“Ellos me subestimaron... pensaron que era como me miraba”, clama Socorro, una veracruzana de cabello largo y negro, con piel canela y una educación que apenas alcanzó la preparatoria, porque incluso dentro de las violencias que sufren las mujeres, hay discriminación y no todas se viven igual, algunas se ensañan con mujeres como ella, a las que se les va la vida en sacar adelante a sus hijos; “jamás imaginaron de lo que era capaz, pero ellos [los jueces y los fiscales] no saben de lo que es capaz el amor y la rabia, no sabían de lo que yo era capaz”, dice.

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