Tijuana.— Javier cierra los ojos, sus recuerdos lo llevan a un lugar oscuro y pequeño. Un patio y una banca. Dos adultos lo toman de los brazos y arrastran su cuerpo por un pasillo, luego lo arrojan a un cuarto. “¡Te vamos a meter en el aislado!”, le advirtieron, “les dije que no me importaba”. Y así fue, lo encerraron más de una semana sin luz, ni baño ni agua. Tenía sólo 10 años.
Él es uno de los niños que fueron torturados por personal del albergue temporal del DIF en Tijuana, Baja California.
Fue uno de decenas de menores que hace años fueron encerrados y olvidados durante días o incluso meses en “el cuarto de meditación”, una bodega usada como habitación de castigo.
Javier llegó al albergue temporal antes de cumplir su primer mes de nacido, en enero de 2001. Era el más chico de cuatro hermanos que terminaron bajo la custodia del estado.
“El DIF hizo conmigo lo que quería”, recuerda ahora a sus 19 años desde San Quintín, en un nuevo hogar cristiano que le ha permitido cambiar su vida.
Ese día, el del primer encierro, Javier exigía ver a su hermano. Recién lo habían sacado de su cuarto, pasó más de una semana sin saber de él, cuando escuchó de la cocinera y una niñera que lo habían encerrado en el cuarto de castigo por renegar de la cena: una quesadilla mal hecha.
Toda su furia quedó revuelta en sus puños de 10 años, lanzó su cuerpo contra dos de los cuidadores, Carlos y Omar, “me dijeron que me calmara.
“Me llevaron por un pasillo, atrás de la casa, atrás de donde dormíamos. Ahí abrieron una puerta de metal, me metieron a un cuartito donde había una ventanita muy chiquita, ese lugar se llama el ‘cuarto de meditación’”, recuerda.
Cuando lo enviaron al cuarto ya estaba vacío. Ahí se enteró que sin permitirle despedirse, habían enviado a su hermano a un centro de rehabilitación.
Ese, el cuarto de aislamiento, era el sitio donde los niños eran enviados por los empleados a dormir, en el suelo. A veces sin cobija ni un suéter. Era un espacio chico, sin vista al exterior, sólo una pequeña rendija a la altura del pecho por donde, cuando se acordaban o querían, les daban algo de comer.
“A veces se les olvida que estás ahí y no te dan de comer. La primera vez no comí; tenía que orinar encima de mi ropa. Gritaba que quería ir al baño, pero no me sacaban”, relata Javier.
“Una vez me sacaron y me hicieron el comentario: ‘Si no te hubiera visto no me hubiera acordado que ahí estabas’; fue algo que me hizo enojar”.
La puerta permanecía cerrada, prácticamente sellada, con tres pasadores. Uno hasta arriba, otro en medio y uno más abajo. Todos eran asegurados con candados grandes marca Master.
Una de las sicólogas dentro del albergue, Ana Elisa Espinoza, justificó la acción: “Es que a veces es necesario porque ya no sabe uno qué hacer con ellos porque se portan mal”, y explicaba que, sólo si era despedida, consideraría denunciar. Antes no.
En noviembre de 2019, un niño autista reveló la ubicación del cuarto de castigos a la directora del DIF de Baja California, Blanca Fabela, durante una visita e inspección del sitio.
Ya antes le habían comentado del lugar, pero fue en esa ocasión que cuestionó a los menores hasta que uno de ellos la llevó. Al abrir la puerta, halló a dos adolescentes en cuclillas.
Hace unos días, la titular de la Secretaría de Honestidad y Función Pública, Vicenta Espinosa Martínez, informó que hay una investigación abierta, pero plantean presentar una denuncia penal por el delito de tortura contra quien resulte responsable.
La Comisión Estatal de los Derechos Humanos también abrió una queja y visitadores se reunieron con directivos y realizaron un recorrido, aunque aún no se entrevistan con los menores, pero se aseguró que se trabajará en identificar a las víctimas para confirmar si, debido a los castigos, hay secuelas de tortura.
Aunque parte del personal fue despedido, ningún empleado, hasta el momento, enfrenta algún proceso penal.
“Había una persona que todas las noches me sacaba a bañar, me trataba bien; era El Pelón, el de mantenimiento. Jugaba futbol con nosotros, nos enseñaba lo que era que alguien te quisiera, nos hacía reír”, dice Javier.
Javier quiere estudiar derecho. Hace más de tres años no ha consumido ninguna sustancia y hace cuatro años salió de ese albergue. Piensa que, de ser abogado, podría defender a todos los niños de las casas hogar.