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Texas.— No es grande. El Río Grande no debería llevar ese nombre acá en Laredo, Texas. Sobre la calle Ignacio Zaragoza, que es paralela a la corriente de agua, puede verse que no pasa de los 100 metros de ancho. Tampoco es Bravo. En México se le llama así, pero sus raudales son semi estáticos, tan quietos como toda la zona que le rodea.
En este sitio de la ciudad estadounidense, que hace frontera con Tamaulipas, todo es así: tranquilo, en silencio, inhabitado. Las calles son pequeñas, con algunas casas del siglo XIX que nadie toca por ser patrimonio, una iglesia y su plaza, pero no hay mucha gente. Es sábado en la tarde, muchos han cruzado el Puente Internacional Número II para ir de shopping, pero sólo dos personas han decidido visitar hoy el museo Border Heritage.
El precio no es pretexto (la entrada cuesta dos dólares), es sólo que la ciudad fronteriza no parece estar habituada a las exposiciones. En este museo, por ejemplo, se halla una muestra de leyendas locales nada sorprendente: malos fotomontajes de casas antiguas de Laredo con una breve explicación sobre “apariciones y fantasmas”.
Y por ahí está Jorge Negrete, todo fanfarrón.
Él no forma parte de la exhibición de fantasmas pero, como si lo fuera, comparte todo un piso vacío con otros 35 carteles que conforman otra muestra, titulada El Charro en el cine mexicano.
Está ahí, junto a grandes como Pedro Infante, Luis Aguilar, Raúl de Anda, Javier Solís y Antonio Aguilar. Todos envalentonados, conquistadores en posturas de macho, sosteniendo un arma o abrazando a una mujer enamorada. Solitarios.
No son sólo pósters los que se exhiben en esta zona poco recorrida de Laredo, son obras de arte restauradas de las que, al aproximarse, saltan los trazos de grandes artistas como Josep Renau, José Spert, Andrés Audiffred y Roberto Ruiz Ocaña.
“Yo quiero que esta exhibición viaje, que cabalgue”, sueña Freddy Peralta.
Es un dominicano de 63 años coleccionista de carteles del cine mexicano desde hace 38, cuando inició su propia procesión: le dio por visitar cines abandonados, mercados de trueque, casas de antigüedades, de compiladores y cineastas. Todo para conseguir los casi 2 mil 300 carteles que posee, muchos de los cuales —cerca de 300— ha mandado a restaurar. Recuerda la suerte que tuvo aquí mismo, en Texas, cuando un pintor que conservo todos los carteles posibles en contra de la voluntad de sus padres, quienes tenían un cine, le vendió su colección.
El proceso de restauración no es sencillo, ni barato (400 dólares en promedio). Expertos de Funny Face Productions, de Ted Eiseman, en Massachusetts, son quienes tratan sus imágenes en papel para colocarlas en un lino textil y retocarlas.
¿No ha pensado llevar esto a México?, se le pregunta.
“Claro. Yo no la quiero en mi casa. Se la había ofrecido al instituto cultural mexicano (Secretaría de Cultura) para que la presentara en enero, cuando termine aquí, pero ellos me dijeron que, como hay cambio de gobierno, no pueden hacer planes a largo plazo. Es algo lamentable que una institución se paralice porque un gobierno va cambiar. Es increíble eso”.
Su petición, entonces, va dirigida al gobierno del ahora presidente Andrés Manuel López Obrador y la nueva Secretaría de Cultura, Alejandra Frausto: que le abran galerías en México para el mayor número de personas posible pueda ver a estos charros que sólo se han presentado en dos ciudades. Allá, con su gente, en donde miles los apreciarían.
Freddy no vive en Laredo, pero dice que esta ciudad sí le ha ayudado a mostrar sus carteles.
Acá y en Brownsville, McAllen, Harlingen, Nueva York, California, Houston y Chicago ha expuesto sobre Maria Felix, Dolores del Rio, Luis Buñuel, Emilio “El Indio” Fernández, el cine de terror, de luchadores y rumberas. Fuera de Estados Unidos: en España y algunos lugares del norte de México. Nunca en la Ciudad de México.
Prepara una muestra para febrero en la UNAM de San Antonio. Será sobre Mario Moreno Cantinflas. Tiene dos más: sobre la caricatura en la Época de Oro y sobre carteles extranjeros de El Santo.
El coleccionista es empresario y vive en Estados Unidos, durante algunos años impartió clases de apreciación cinematográfica en la Universidad Católica Madre y Maestra de República Dominicana, donde también dirigía el departamento estudiantil de cinematografía. Ahí, comenzó a coleccionar pósters para usarlos como material visual en clases de historia del cine, pues no había videos. De inicio le atrajo el cine estadounidense, pero la estética de lo mexicano lo atrapó.
“El charro es la imagen más conocida del cine mexicano. Es muy atractiva: una persona apuesta, simpática, valiente, enamorada y cantante, tiene muchas cualidades cinematográficas. Además, un charro se ve bien, de sombrero y traje luce bien”.
Cuando habla, Peralta no se detiene. Lo hace con entusiasmo por el cine mexicano, el primero que conoció: “Ningún país logró hacer un cine tan popular y atractivo para las masas en Latinoamérica como el cine mexicano. Ni España. Ni Argentina”, dice rodeado de sus lúcidos carteles solitarios exhibidos en el segundo piso del museo.
Los hay de todo tipo y época, como El Fanfarrón (1938) con Jorge Negrete, Allá en el rancho grande (1936) con Tito Guízar, Soy charro de Rancho Grande (1947) con Pedro Infante, y hasta Juan Charrasqueado y Gabino Barrera (1982) con Vicente Fernández.
El único empleado del museo dice que son las 16:00 horas y hay que cerrar. No abrirán el domingo, ni el lunes. La muestra estará hasta enero y Peralta espera capitalizar un sueño: ver si estos charros se envalentonan y cruzan el Río Grande, o Bravo, para retornar y ser admirados en aparadores mexicanos, como les sucedió hace décadas.