El 8 de diciembre de 1980 cinco disparos de revólver se escucharon en la noche de Nueva York y tuvieron repercusión en todo el mundo. Su eco todavía se oye 40 años después.
John Lennon, ex Beatle, ícono del rock, activista político, esposo y padre moría tras ser impactado por cuatro de los proyectiles. Su asesino, Mark David Chapman, era un fanático desequilibrado que había viajado desde Hawái y esperado todo el día frente a la residencia del músico para cometer el acto que lo vincularía para siempre con su ídolo.
Estos hechos son bien conocidos, tanto para aquellas generaciones que recuerdan esa lamentable noche como para los que se han informado a través de los medios.
Hace unos meses, Chapman —que cumple una condena de cadena perpetua— calificó su propio acto de "despreciable" en una audiencia para evaluar su libertad condicional y explicó que lo había hecho "por gloria personal".
Sin embargo, nada de lo que él pueda decir ni lo que otros han dicho y analizado a lo largo de los años ha podido ayudar a encontrar una razón a la tragedia ni cerrar del todo la herida colectiva que causó.
Recuerdo que hace 10 años, en el trigésimo aniversario de su muerte, salieron a la luz unos documentales que contenían detalles íntimos contados por quienes conocieron de cerca al ex Beatle y estuvieron en Nueva York aquel fatídico día.
Uno en especial, de la cadena británica independiente ITV, hizo un recuento casi forense de las últimas horas en la vida de la leyenda musical relatado por la mayoría de las personas que entraron en contacto con él.
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Ese día fue una jornada bastante ocupada para John. Tenía una sesión fotográfica para la revista especializada en música Rolling Stone, dos entrevistas —una para la prensa británica y otra para una radio en California—, más la grabación en estudio del disco que preparaba con su esposa, Yoko Ono.
Afuera de la residencia, el edificio Dakota, esperaban, de un lado de la entrada Paul Goresh, un fotógrafo aficionado que se había ganado la confianza de Lennon y, del otro, una enigmática figura que resultó ser Mark David Chapman.
Goresh describió en el documental la conversación que tuvo con Chapman y la mala espina que le dio. El fotógrafo tomó las últimas imágenes de John, una de las cuales autografió para el que sería su asesino.
Todos los participantes del documental comentaron en retrospectiva del presagio de lo que se hizo o se dijo ese día.
Con dificultad, Yoko Ono habló de lo irónico de la canción que estaban grabando, con su particular tema sobre cómo serían recordados después de muertos; el periodista de la radio mencionaba que Lennon se sentía optimista ante el umbral de una nueva vida.
También se incluían testimonios detallados de los policías que llegaron a la escena del crimen, del médico Stephan Lynn que atendió al músico herido de muerte, así como del joven periodista de la cadena ABC que casualmente se encontraba en urgencias con una lesión en la pierna y se topó con la primicia.
"Yo tuve el corazón de John Lennon en mi mano", relató el doctor Lynn explicando cómo aplicó masajes cardíacos para intentar revivir a la víctima. "Era el corazón de una persona común y corriente, era un buen corazón".
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Pero no había nada que hacer. El médico tuvo que comunicarle a Yoko que se había quedado viuda y luego, en rueda de prensa, al resto del mundo que había perdido a una de sus figuras más reconocidas.
Yoko Ono añadía que, aunque aquella noche al salir del estudio de grabación consideraron ir a cenar en lugar de regresar de inmediato a casa, nada hubiera evitado el trágico destino.
Años después, el documental vuelve a mi mente, y me pregunto si los recuerdos de quienes estuvieron allí cambian en algo lo que sucedió o añaden alguna perspectiva a quienes fuimos testigos emocionales de cuando se divulgó la noticia.
En 1980 yo estaba iniciando una maestría en Los Ángeles, California, Estados Unidos. Ese lunes, 8 de diciembre, salí a comprar una bebida para acompañar mi cena. Aunque el súper quedaba a la vuelta de la esquina, naturalmente, siendo California, fui en auto.
En la radio —que siempre dejaba encendida y sintonizada en la misma emisora de rock clásico— sonaba A Day in the Life de los Beatles. En el corto trayecto de vuelta sonó Imagine.
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"Curioso", alcancé a pensar, "dos canciones cantadas por John Lennon". Pero no le presté más atención, porque muy a menudo la emisora solía dedicar tandas de canciones de un mismo cantautor.
Al entrar en mi apartamento encendí el televisor —un hábito que se adquiere en Estados Unidos— y mientras servía mi cerveza vi como aparecía la foto de Lennon en la pantalla. ¡Ya era demasiada la coincidencia!
Debajo de la foto estaba su nombre seguido de las fechas 1940-1980, y fue entonces que empecé a entender.
Entré en una especie de shock pues fui, soy y —me temo— seguiré siendo fanático de los Beatles, especialmente de John.
Mi niñez y adolescencia estuvieron inundadas por su música y mística, y mi afición se intensificó cuando el grupo se separó.
Me puse a pensar si el resto de las personas sentían el mismo vacío, ese gran agujero, indefinido, insondable en el alma.
Obtuve la respuesta cambiando los canales de televisión, que mostraban la reacción internacional y la aglomeración frente al edificio Dakota en Nueva York —donde fue ultimado—, donde la gente encendía velas, cantaba canciones y trataba de darle algún sentido a lo sucedido.
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Jack Douglas, el productor musical de Lennon, ofreció la razón fundamental de este fenómeno, en el documental de ITV.
"Yo realmente conocí a John Lennon y pensaba que el resto de las personas no", afirmó Douglas. "Pero John volcaba casi todo su ser en su música, así que los que la escuchaban también lo conocían de cerca".
Estoy de acuerdo y creo que por eso dormí tan mal aquella noche del 8, montado en un carrusel de imágenes y sonidos que no me dejaba pegar un ojo.
Quería salir de esa pesadilla semiconsciente pero no podía, la música retumbaba en mis oídos y sentía su pulsación aplastándome.
Era el vecino de arriba que, desde las seis de la mañana, le dio por tocar canciones de John Lennon con su guitarra eléctrica y marcar el ritmo con pesados golpes del pie en el piso. Normalmente hubiera subido indignado a pedirle que se callara, pero ese día tenía que dejarlo pasar.
Afuera se percibía un mundo diferente. Soplaba un aire de nevera —no frío, sino viciado— el sol era un gigante foco de estadio de luz plateada que le daba a la ciudad un tono despercudido.
A donde quiera que fuera sonaba la música de Lennon o de los Beatles, pero no se oía muy nítida, parecía acompañada de un leve y constante zumbido, como un concierto de grillos a la distancia.
Con el pasar los años, es natural que el impacto de esa noche vaya quedando atrás, los antiguos dolores sean reemplazados por nuevas penas y todos resanen por esporádicos momentos de felicidad y se recubran con el barniz de la indiferencia y el olvido.
Con la edad, el fanatismo por los Beatles, como por otras cosas, se ha ido atenuando, aunque no del todo. Me doy cuenta que esa parte de mi vida no va a desaparecer.
Es más, le trasmití esa admiración por la música de Lennon a mis hijos con toda la mitología correspondiente.
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No sé si ha sido una bendición o una maldición, pero las canciones siguen siendo relevantes y ellos, como muchos de su generación, las siguen apreciando.
Hace unos años fuimos juntos a Nueva York e hicimos la peregrinación a los lugares asociados con el músico. Principalmente la fachada del edificio Dakota, en la lujosa zona de Manhattan donde aún vive Yoko Ono, y al memorial en el aledaño Central Park llamado Strawberry Fields, en honor a una famosa canción de Lennon.
Por un buen tiempo viví sobre Abbey Road, la calle de Londres donde quedan los estudios EMI en el que los Beatles grabaron la mayoría de sus éxitos y cuya foto de los cuatro Beatles cruzando de una acera a la otra es la portada del álbum del mismo nombre.
Pasaba por ese cruce casi todos los días y vi allí grupos de personas a todas horas y de todas las edades. Algunas, estoy seguro, cuyos padres no son de la edad de poder siquiera tener el recuerdo de la muerte de John Lennon.
Aunque han transcurrido 40 años —precisamente la edad de John Lennon cuando murió— ahí siguen; tomándose fotos cruzando la calle y dejando sus firmas y mensajes en los muros de los estudios EMI. Una acto de memoria colectiva, como un mito religioso pasado de generación en generación.
Cada dos o tres meses, las autoridades municipales pintan de blanco los muros de EMI intentando borrar el grafiti de los fanáticos, esta vez con la cal de la rectitud y el orden. ¡Qué hubiera pensado John Lennon! Las paredes no duran un solo día blancas.
(*) Este artículo fue publicado originalmente el 8 de diciembre de 2010 y ha sido editado y aumentado para reflejar el 40 aniversario de la muerte de John Lennon
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