Existen historias de casas embrujadas que, a estas alturas, poco o nada podrían interesar, excepto la “misteriosa Mansión Winchester”, obra de una peculiar arquitectura paranoica, sin sentido, que por 38 años obsesionó a la viuda del armero William Winchester, Sarah (1840-1922), quien creía que la acechaban las almas de las personas muertas a consecuencia de los rifles de su marido.

Se sintió obligada a construir esa casa fantástica, con corredores y escaleras hacia ningún lado, y cuartos poblados de 13 elementos, donde supuestamente se perderían las ánimas rencorosas. La fortuna de Sarah fue fabulosa; tan delirante casa la hizo al no tener nada más en que gastarse el dinero que heredó.

Lo anterior inspira al filme La maldición de la casa Winchester (2018), quinto en la dispareja carrera de los hermanos Michael & Peter Spierig, que cuenta la ficticia historia de cómo los directivos de la empresa, queriendo arrebatarle el control a Sarah (Helen Mirren, con más desdén que emoción), contratan al médico Price (Jason Clarke) para que evalúe su estado mental.

La leyenda de esta mansión, que existe en San José, California, como atracción turística con el lema de “la mansión más embrujada del mundo”, es realizada por los hermanos Spierig sin sutileza. El interesante tema de si Sarah estaba demente o sólo tenía miedo se pierde en sustos rutinarios que lejos están de confirmar cuán original es el embrujado lugar.

La idea central —demostrar que los fantasmas eran reales y que la casa no fue una locura sino una racional megatrampa para contenerlos—, no cuaja.

El resultado es una ampulosa colección de lugares comunes que pretenden justificar un tema que exigía más de la introspección que los Spierig apuntaron y de inmediato abandonaron para exagerar lo artificial de su tremebundo guión. Renuncian a hacer un inteligente filme antiarmas; hacen uno barato de fantasmas. Decepcionante.

En 1974 una novela de Brian Garfield se convirtió en influyente filme, El vengador anónimo, un fenómeno sociocultural gracias a la habilidad del guionista Wendell Mays que supo reducir su esencia para reconstruirla como vehículo estelarísimo del actor Charles Bronson.

El director Michael Winner aprovechó sin pudor la cruda metáfora de cómo un arquitecto por venganza se hace asesino.

Cuatro secuelas, cada una más decadente que el original, y 44 años más tarde, resucita Paul Kersey (Bruce Willis) como cirujano, con el guión de Mays ampliamente manoseado por el director-guionista-productor de irregulares resultados Joe Carnahan, en Deseo de matar (2018), sexto largometraje del cada vez más fallido director hiperviolento Eli Roth, tras su racista Caníbales (2013) y su misógina Lado oscuro del deseo (2015).

Aquí el contexto del vigilante es despojado de carga ideológica: Kersey, tras el asesinato de su esposa Lucy (Elizabeth Shue, en indigno papel) y el ataque a su hija Jordan (Camila Morrone), se engolosina con la idea de cobrar una venganza de eros fascista.

En el filme de 1974 se percibía cómo poco a poco a Kersey le gusta ser vigilante. En esta versión hubo cierta incomodidad y las evidencias del daño al cobrarse la justicia por mano propia. Ahora estamos ante un simple sadiquillo que junta cadáveres; para Kersey la violencia es banal. Si algo destaca en este filme segundón es el ritmo que la da el editor Mark Goldblatt. Pero Roth confirma que su premisa es un festival de hipócrita fascismo, morboso, deshonesto y anacrónico. Para llorar.

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