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No es casualidad que en Wonderstruck: el museo de las maravillas (2017) séptimo filme del siempre sensible Todd Haynes— varias secuencias importantes sucedan entre los dioramas del Museo de Historia Natural de Nueva York. Ahí, dos niños separados por el tiempo —íntimamente ligados por una idea sobre el pasado y la memoria— al ser discapacitados auditivos representan sendas infancias peculiares. Primero, en los 20, Rose (Millicent Simmonds, debutante sorda de pálida sonrisa por completo encantadora), y luego Ben (Oakes Fegley), en los 1970, comparten el espacio del museo para representar su vulnerada infancia vuelta diorama de sensaciones petrificadas no tanto por un taxidermista sino por la vida misma.
Pero tras su aparente imitación vital, el diorama existencial de ambos niños revela una fragilidad interna que transforman en fortaleza.
En La invención de Hugo Cabret (2011, Martin Scorsese), inspirada en la novela de Brian Selznick, la infancia vulnerada era una mezcla de prodigio y nostalgia, que de la soledad extraía un colorido mundo. Ahora, Selznick en Wonderstruck, su primer guión para cine basado en su novela ilustrada, representa de nuevo cuán vulnerables son esos niños que sufren más que una pérdida emocional y buscan la esencia de aquello que los hace singulares.
La diferencia temporal y las coincidencias en la delicada interconexión entre Ben y Rose se sostienen casi en lo imposible. De no ser por esa mirada infantil que con tanta solvencia construye Haynes, la cinta parecería inverosímil. Evita esto filmando con dos estilizaciones visuales, gracias a la soberbia inspiración de su colaborador habitual, el fotógrafo Edward Lachman, para que la parte 1920 sea en silente blanco y negro: un homenaje al cine; característico en Selznick.
En el episodio 1970, lo visual honra esa época con sus colores que son resultado de una memoria que pierde —y acentúa ciertos detalles antes que de la realidad—. Lo visual está al servicio de una intensa exploración-reflexión del prodigio que son las vidas de estos niños.
Haynes logra un conmovedor retrato de una infancia vulnerada que se reivindica con el diorama sentimental que los protagonistas erigen. Un filme inquietante, espléndido.
A su vez, la madurez vulnerada de Pequeña gran vida (2017), octavo filme del brillante Alexander Payne, es una sátira social sobre la economía, la cotidianidad, la necesidad de fugarse del mundo actual, y una fábula de ciencia ficción sobre la posible existencia futura.
Esta fantasía cuenta cómo Paul (Matt Damon) y su esposa Audrey (Kristen Wiig) deciden reducirse. Sin embargo, algo sale mal, como corresponde a esa madurez neurótica y sin aparente sentido.
La sociedad que Payne representa es un microcosmos literal, visto con humor ácido, sin concesiones, develando el trasfondo de la reducción; también lo que supuestamente dejaría atrás el atormentado Paul, que en su nueva vida convive con un pícaro Dusan (Christoph Waltz). El aislamiento presentado por la cinta es demasiado realista, igual que el depurado estilo visual (foto con deliberado colorido artificial del griego Phedon Papamichael) que hace referencias tanto a los liliputienses de Jonathan Swift, como al lugar mítico derivado de Liliput que aparece en El castillo en el cielo (1986, Hayao Miyazaki). Sólo que el castillo de Payne está hecho de cuán vulnerable es Paul.
Pocas veces se tiene la oportunidad de ver un auténtico juguete visual, tan interesante, crítico y entretenido como esta Pequeña gran vida.